domingo, 29 de mayo de 2022

EL CHICO MÁS PÁLIDO DEL RECREO

 

Desde el cielo habló la Luna llena

 Hace muchos, muchos años, en un feudo junto al mar, habitó el joven Francidiomedes. Se puede pensar que sus padres estaban ocurrentes tirando a chistosos al ponerle este nombre, pero no fue así la cosa. Cuando contaba con unos días de vida fue trasladado a las Tierras de arriba casi al fondo a la derecha, para abreviar, Cierzópolis, que es donde arranca su historia conocida y la que voy a relatar. ¿Por qué allí precisamente y cuál fue el motivo? (Ah… ¡No lo voy a descifrar en el primer párrafo!). Era una bonita mañana en la que el poder de las flores inundaba los jardines y el verano del amor inculcaba a los corazones buenas intenciones y tibetana comunión con el Universo, pero ni el dirigente ni su graciosa consorte se enteraron de la llegada de una boca más al lugar, que bastante tenían con el resto de 33.999.999 habitantes del país. El bebé fue dejado a los Hermanos Irredentos en Pedro, Pablo y la Instauración del Eufemismo Santo. Los que perpetraron la entrega parecían gente importante y tenían mucha labia. No revelaron el origen de la criatura, hicieron la enigmática promesa de que el tiempo dejaría cada cosa en su sitio, juraron que se les encomendaba una misión de suma importancia, prometieron que serían recompensados en el futuro y con etcétera en bis como elipsis argumental de algunas patrañas más, hicieron que ellos quedasen convencidos y aceptasen al nene en su beatífico recinto. Fue un hecho sumamente extraño, como de folletín decimonónico, porque existían instituciones más apropiadas para hacer las cosas bien, o casi bien.

El hermano Explícito era amigo de Radomiro Martínez, un médico que tenía su consulta en la esquina del viejo barrio, por lo que reclamó su presencia para que el niño pudiese pasar la inspección obligatoria. El doctor era un hombre circunspecto que reaccionó a la petición de forma hipoalergénica porque había visto de todo en el ejercicio de su profesión. El nene estaba sano sanote y lloraba como un condenado, ¡buenos pulmones tenía! como se suele decir. La vida te da sorpresas y el primero que se quedó estupefacto por la ternura que le transmitía fue él. Su blanca palidez le pellizcó el corazón y tomo la decisión de acogerle. El niño debía tener una familia de verdad. La congregación de esos hippies no era el lugar adecuado para criarle como el albino Marcelino, las cosas claras, al pan, pan, y el chocolate espeso.

Radomiro comunicó a su mujer el amor paternal que se le había despertado. Mariana era una manchega con más arrestos que El Lute cuando era El Lute y como ella también sintió una pena en el alma grande como un río de agua viva, y no tenían prole ni perro que les ladrase, idearon una estrategia casi militar para poder llevar al nene a su hogar y a su vida. El médico se marchó supuestamente una semana a las Tierras de todo recto al otro lado de las montañas, para abreviar Francia, donde habían fallecido en accidente de automóvil una hermana y un cuñado que se inventó, y sumido en la pena imaginaria regresó teatralmente después como único pariente del pobre sobrino que venía con él. Había que llamar de alguna manera al infante y se le ocurrió lo de Francidiomedes. Le pareció un nombre entre raro y como de héroe de leyenda, pensando que la originalidad de sonar a mitología griega a lo mejor le ayudaba en el futuro encaminando su destino. En cuanto al apellido no tuvo duda y se inspiró en la última lectura que tenía empezada, un ensayo filosófico titulado «La soledad del yo verdadero en la isla de Crusoe». El aterrizaje del muchacho tuvo lugar un primer día de la semana, pero se dijo «no me gustan los lunes, prefiero un día más festivo, ¡ya está!» y tras esta reflexión Francidiomedes Domingo Martínez nació para el mundo por segunda vez. Radomiro y Mariana no supieron nunca la fecha exacta del primer alumbramiento y optaron por inventarle también un cumpleaños que fijaron el uno de julio como perfecta mitad del año, pues era bisiesto. Tanto esfuerzo con resultado rimbombante no sirvió de mucho porque le llamaban Francido cuando había hecho alguna travesura o simplemente Franci, para abreviar. Su nombre a él mismo le habría de incomodar en el futuro y casi nunca lo utilizaba, o era Franci o era Diomedes, pero junto era un horror ¿o no?  (¡si, si! escucho a los lectores decir).

Los recién estrenados papás se prometieron que aquel niño viviría como si lo hiciese en el palacio negado. Ni los «tíos» ni el «sobrino» comían en vajilla con filo de oro ni dormían por la noche en sábanas de blanco satén, (que no sé yo si los ricachones del siglo XX hacen ostentación de estas horteradas, pero lo escribo en contraposición a los platos de Duralex y la ropa de cama de tergal que utilizaban), eso sí, le crearon un hogar para amar y soñar, donde el cielo se unía con el mar y el sol cada mañana brillaba más.

No voy a relatar mucho de los primeros años de Franci porque no me apetece. Escuetamente, diré que merendaba bocadillos de crema de avellanas, que le costó pillarle el intríngulis a las ecuaciones de segundo grado, que llevó escayolado un meñique hasta el codo por jugar al churro, que tuvo un camión de juguete con el que destrozó las puertas de palacio, que vivía un poco asilvestrado sin pensar en nada más porque le consentían todo, pero era buen chico, y en suma, y por todo esto y más, tuvo una infancia en la que la felicidad de la mano del amor llegó. Únicamente nombraré a la de la mochila azul. Apolonia vivía cerca de Franci. Tenían la misma edad. Jugaban en su calle particular con ríos, bosques y lagos de cristal en una fortaleza invencible dedicada siempre a disfrutar. Cuando llegaron a la adolescencia, como estaba cantado, su amistad se tornó en un amor más grande que el amor de los mayores.

Cuadra tus hombros, nubla tu mente y listos para la inmersión en la pecera…

 Francidiomedes hizo la mili en la Marina, destinado en Madrid, que ya es por todos sabido que allí no hay playa, pero sí delegación en tierra firme

Un lector    

Una vez nos pilló el sargento Guindilla. Estábamos  yo, el asturiano, Moquete, el Tutankamon y Juancar aburridos  y fuimos a ver si metíamos judías en las

 

Una lectora

¡Historias de la puta mili! ¡Qué les han dado a todos los tíos de esa generación!

 

El mismo lector de antes

botas pero yo no quería porque me quedaba un mes pa la blanca

 

La lectora

¡Mírale, a lo suyo! ¿Tiene importancia el lugar?

 

Narrador

Relativa, por ampliarle horizontes y por adelantar hasta donde quería llegar.

 

El lector que sigue a lo suyo

Por cierto, ¿dónde hizo el campamento? Conocí yo a uno que era medio franchute  que me parece que es el Francidocles este

 

Narrador

Es un personaje de ficción.

 

El lector, ¡y dale!

que vivía con unos tíos

 

La buena lectora 

Este no se ha enterado de nada.

 

Narrador

No creas, igual más de lo que parece ¿Puedo seguir? ¿Va gustando el relato?

 

El lector intrigado

Si

 

La buena lectora aburrida

Si te empeñas…

 

Narrador

El que no quiera continuar puede dejar de leer…

 

El recluta Franci se pasaba los días escribiendo cartas que empezaban más o menos de este modo: «Querida Apolonia, llevo seis meses aquí, te echo de menos, no puedo vivir sin ti». Por las noches frecuentaba cutrebares de perdición, haciendo inmersiones arriesgadas en un programa en espiral y persiguiendo el mar en un vaso de ginebra, pongamos que hablo de que se dio a la bebida y al desenfreno de muy mala manera.

Cuando regresó a Cierzópolis una vez cumplido el servicio militar Apolonia estaba estudiando diseño en la Ciudad del guanchufrí al norte muy al norte, Londres por abreviar. Al principio se carteaban, pero ambos accionaron la tecla de pausa porque aquello no llevaba a nada de momento. Como Franci no tenía trabajo y se perdía en su habitación sin saber qué hacer pasando el tiempo en descifrar enigmas al compás de las horas, se apuntó a un curso de guitarra por correspondencia y se dejó crecer el pelo. Por efecto de un milagro hecho champú, de huevo para más señas, al poco tiempo pudo lucir una media melena de color verde puñeta. Además del cabello le brotó el talento, a su genuino y original modo, claro.          

Radomiro y Mariana decidieron que eso no podía seguir, no sólo había que lavarle, peinarle y domesticarle, tenían que hablar con él muy seriamente, pero no hizo falta porque el chico se les adelantó soltando en una comida, así sin preparación, un obús en dos frases como declaración de principios entre las papas con arroz y el bonito con tomate.      

Pásame la sal. Voy a ser una rock and roll star.

Mariana no se sorprendió porque a una madre no se le pasan esas cosas. Radomiro sí se quedó helado como si hubiese sido lanzado a Groenlandia, al Tibet o a los anillos de Saturno. Vosotros, lectores, ¿qué me contáis?, ya sé que lo veíais venir (¡si, si! –os escucho asentir de nuevo).

Podemos ser héroes

Franci grabó una maqueta con cuatro temas. Se pateaba las emisoras de radio intentando colar lo suyo. Iba a pinchar ocasionalmente a los bares de algún amigo. En El trabuco del Cucaracha, la conocida tienda de discos, también probó suerte. Vivía de noche y regresaba a casa después de desayunar con los barrenderos y las avecillas del parque. Tan ubicua se volvió su presencia en el mundillo de la ciudad que era invitado a cualquier evento musical o afín que hubiese, por el mero hecho de estar, hacer bulto y figurar. Fueron unos inicios efervescentes. Uno de sus temas logró cierta fama. Hablaba de un chico enamorado de una chica muy mona (ella) que descubría en el cielo gaviotas y pintaba estelas en el mar (él) mientras le esperaba (a ella) solo, (tris, o sea, solo, solo, solo) muy solo (él), en un muelle donde ningún barco de nombre extranjero a su amor le devolvía (ella allí), mientras sus ojos se les llenaban de amaneceres (a ambos). Las otras canciones de la maqueta eran loquísimas: una ensalzaba a una beldad llamada Marijuani que traía loco al protagonista, otra relataba la conversación que mantenía un chico con la «perfecto» de un escaparate, ¡se decían unas cosas, uf, lo nunca oído! y la última era instrumental, tocada con acompañamiento de castañuelas, campanillas y botes de garbanzos golpeados con una cucharilla. 

En Cierzópolis se celebró aquel año un concurso llamado Paso al que se pese. Era un certamen musical cuyo premio consistía en que el vencedor recibía su peso en chorizos parrilleros, salchichas a la brasa, chuletas de cordero y vino de garrafa, más una grabación en la antología de un sello independiente. Franci se envalentonó y buscó una banda en condiciones. Se presentaron como Diomedes y Los 45 (realmente eran cuatro o cinco, según los días. A los medios les explicaron que la cifra era por las rpm de los vinilos en formato de sencillo, pero la realidad atendía al ángulo que forma el brazo al empinar una litrona, y ellos se partían de risa cuando todos se creían lo primero). Ganaron. Después de acabar con las viandas, y una vez asimilado y digerido el éxito, empezaron a dar conciertos.

Tocaban por la jeta, tocaban por las birras, tocaban por el sexo y las drogas, tocaban en antros que a la luz del día parecían haber sido arrasados por una horda de hunos y la erupción de un volcán, tocaban en colegios mayores y en festivales promovidos por los ayuntamientos. Los músicos no eran malos aunque tenían mucho que aprender del negocio. Diomedes tenía una buena voz, alguna formación musical, muchas ideas bullendo en su cerebro y el dinero para invertir en instrumentos y gastos extraordinarios.

Mariana y Radomiro veían poco a Franci y colocaron una foto de él en la despensa porque en el salón no se atrevían. Su aspecto daba miedo a los vecinos y amigos cuando frecuentaban el hogar del greñas.

Se colocaron en la cresta de la ola y su fama llegó hasta oídos de una multinacional.

 Apuesta por el rock and roll

 Marcharon a la capital del reino en un coche alquilado. Fueron citados en el estudio, donde pintaban menos que un pingüino en un ascensor, pero no desentonaban entre faraónicas glorias reconvertidas a ritmos latinos, cantautores en pareja que ahí estaban viendo pasar el tiempo, jóvenes prodigios que ya no lo eran, un pianista marchoso, la Señorita Pepis, un grupillo de italodance que habían nacido también en el Mediterráneo con otra luz y otro olor a su acento, unos que versionaban temas verbeneros, ésta, esa y aquél que acumulaban y acumularían discos de metales diversos por los siglos de los siglos y una cuadrilla con inclasificable estilo que iban disfrazados de obreros espaciales (igual no eran músicos, a lo mejor iban a arreglar el aire acondicionado). Aquello era un desmadre. Entre el trikitrikitrikitriki, el ummm bandolero, el cocoguá, el yupi pati yupi pami, el obi oba, el hey, el salalalalá, arsa, híjole, assucar, lerelerele, lolailolailo, laralalala, ¡ahhh!, ¡ehhh!, ¡hihihi!, ¡ohhh! y ¡auuuuu!, el parecido con el camarote de los hermanos Marx y el arca de Noé no era casual.

El productor entró en el estudio para poner orden en todo ese jaleo. Era un señor con más pinta de arquitecto o boticario que de ideólogo musical. Pasaron el día entre bayonesas, porras, cafés, empanadillas, consomés de ave, callos y caramelos de miel con limón, (no, es mentira). Se fundieron entre todos un saco de cincuenta kilos de cubitos y tres cartones de rubio americano, con eso está todo dicho. Cada uno de los presentes grabó un tema. Diomedes se hizo con el personal destilando desparpajo porque cuando les preguntaron quién era su representante, los otros enmudecieron, y él tuvo que tomar la palabra aduciendo que se había quedado en casa con gripe. El resultado de aquel día fue un disco doble con un criterio de selección lamentable titulado «Exitazos vol.1» y unos interesantísimos contactos para el joven y su grupo, de los que en el futuro él personalmente sacó el mejor provecho.    

A final de año grabaron un LP incluyendo en el mismo el sencillo que les catapultó a la fama. Su público se amplió y no era extraño ver al pescadero tararear sus canciones entre calamares por aquí boquerones por allá o a las mamás, que de puro aguantar el tostón  de sus hijos en el tocata se habían aprendido los éxitos del momento, incluso algún grupo les gustaba de verdad, no los entendían totalmente pero les sonaban bien, y ese era el caso de Diomedes y los 45. El guitarra hacía unos solos cuando estaba inspirado que te llevaba en autopista hasta el infierno directamente. El batería era digno de ver en directo, a los platos no le ganaba ni el más afamado cocinero preparando una merluza a la vizcaína. El bajo lo tocaba una chica rubia que medía dos metros cinco y que por eso les miraba a todos por encima del hombro. Tenían un sintetizador envidiable porque había dos como ese en todo el país. Diomedes era el vocalista y tocaba ocasionalmente algún instrumento de su invención.

Comenzaron con los bolos, a tres actuaciones semanales durante nueve meses seguidos. Vivían en la carretera. A veces no sabían si estaban camino Soria, camino de la cama o dónde narices estaban. Su fama llegó hasta los confines del mundo, incluido el Londres donde vivía su muchacha de ojitos dormilones. 

Apolonia regresó con una intención llamada Franci. Cuando ella entró de nuevo en su vida, él se divorció del grupo de sus inicios (para qué les iba a poner nombres a todos si les quedaban dos párrafos de vida). Venía moderna y muy cambiada. Ya no era la niña de mirada cándida y mejillas encendidas por campos de fresas. Se ofreció como su representante para llevarle sus cosillas en un bolso gris y arroparle con una banda excepcional. Le facilitó contactos con varios músicos que no eran conocidos ni en su house a la hora del té, pero pasaban por unos virtuosos, porque ya se sabe que aquí todo lo que llega de fuera es mejor y el talento nacional hay que sudarlo en lágrimas. Del antiguo grupo sólo continuaron con él Seve el guitarrista y el sintetizador (que para eso lo había pagado Radomiro). Apolonia le ayudó también a refinar un poco su aspecto explotando las posibilidades de su físico, a encauzar su estilo y a definir el mensaje que quería transmitir con un género musical nuevo.

La nueva banda se llamó DIO (de Diomedes). Se tiraron por una mezcla de nueva ola, rock potente, aires folklóricos de diversa procedencia y cierta bruma hipnótica que lo envolvía todo. El público entraba en comunión en cada directo y ellos se encargaban de ofrecerles el pan de los ángeles reclamado. Sus seguidores no eran gente anciana bailando en la plaza del pueblo a ritmo de siete octavas porque dejaron de ser unos insolentes que ponían aires modernos en las fiestas patronales. Ahora llenaban estadios y grandes recintos a lo largo y ancho del mundo. El grupo vivía en un plano entendido únicamente por alumnos iniciados y mucho más jóvenes, con repercusión estratosférica. Mariana y Radomiro se atrevieron a poner sus fotos en el salón y asistían a sus inicios de gira. El tío estaba orgulloso y la tía se emocionaba incluso cuando escuchaba su música como fondo de un anuncio de piruletas. Pero… (siempre hay un pero y tengo que acabar con un redoble).

 Todo en la vida es como una canción

El club de fans oficial de DIO no estaba en el reino junto al mar donde vivió. El presidente era uno de su muy noble parentela que le había negado la regia cuna por considerarle un brujo nacido con el poder de la Luna y para que no le tachasen de simpatizar con el Demonio. Ahora que su niño se había convertido en el hombre de las estrellas en un firmamento igual de resplandeciente, le seguía en la distancia.

La muchedumbre de enfervorizados fans daba la vuelta al estadio de fútbol de Cierzópolis. Pese a la precipitación con que se organizó todo se superaron con creces las expectativas de asistencia estimadas. Varios furgones de policía intentaban poner orden. Allá donde se mirase había un mar de jóvenes que vestían como él, llevaban el pelo como él, se maquillaban como él y tenían su nombre escrito en la frente, tatuado en el pecho con un corazón y algunos en partes más íntimas de sus carnes que con reverencia se habían rendido a él. Dos autocares descargaron una nueva ola de seguidores. Los recién llegados corrieron para tomar el mejor sitio que podían al final, pero no serían los últimos de la fila porque durante lo que quedaba de mañana y hasta la apertura de puertas a las 19:30, vinieron más hinchas del rock. El inconfundible olor del alcohol y de los cigarrillos de marihuana lo invadía todo. Un grupo de chicas cantaba sus canciones con tanto entusiasmo que posiblemente cuando lo tuviesen que dar todo por el ídolo ya estarían afónicas. Varios oportunistas vendían botellines de agua condimentada y bocadillos de tortilla de patata, es un decir, porque invariablemente sólo les quedaban de chorizo, con una loncha transparente, pero cobrados como si llevasen medio kilo de jamón del bueno.

Los seguidores ya habían entrado en el estadio. Estaban en el trance electrizante de la música dándose un homenaje. Era un cartel impresionante compuesto por todos los que fueron, eran y aspiraban a ser. Por el escenario iban a pasar: Juanito, Jorgito y Jaimito, Rita y los Misceláneos, Manolito, Joselito, Lolo y Sebastián, La señorita Pepis, Los guasones del Isuela, La viuda negra, La dama blanca, El mago gris, La bruja rosa, La sota de bastos, Manga ranglán y, para cerrar el evento, los restos del naufragio de DIO. 

Diomedes había engullido a Franci entre las pastillas para dormir, las de despejarse, las energizantes, las vitamínicas y las alucinógenas. Acabaron con él haciendo que todo girase en torno a una estancia del hotel mientras danzaba entre el polvo de los ángeles que llamaron a su puerta para llevarle con una escalera hacia el cielo. 

Vivió deprisa, murió joven ascendiendo a la gloria desde la cima del Olimpo y dejó un bonito cadáver.

El fantasma del que hubiese sido rey apareció con corona y capa de armiño. Portaba una silla de acampada y después de dar varias vueltas al recinto se sentó donde le pareció oportuno, en la soledad de las últimas gradas, no disfrutando del silencio que se merecía, pero donde su corazón tendido junto a él estaba oculto de la luz de los focos. Santa Cecilia puso una lluvia ultravioleta sobre el escenario porque las tumbas son para los muertos y las flores para sentirse bien.


Playlist Spotify con mismo título de escucha interesante aunque no simultánea a la lectura.

Relato publicado en el nº 5 de la revista digital El Callejón de las Once Esquinas.



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