El
joven macedonio se sirvió una tercera copa de vino mientras esperaba en el
jardín de Epiro a su madre. Olimpia apareció vestida de púrpura. Se saludaron
con un leve roce de labios. Ella fue la primera en hablar.
—Vuelves de campaña hace dos días y ya te
han visto por la palestra.
—¿Qué hay de malo?
—Eres mayor para competir. Continúa con tus
juegos militares.
—¡Yo quiero ser héroe! —gritó Alejandro con
voz disonante y apretando los puños. Un brillo animal encendió sus ojos
resaltando los ambiguos colores, uno de león y otro de leona.
—El oráculo habló.
—Me aclamarán en el graderío y los poetas
cantarán mis hazañas.
—Esas no, no ante Zeus como el rey tu padre el día que naciste. Yo te pondré sobre los cabellos una corona de oro.
—¿Y Filipo?
—Tú eliges, ser héroe por un día nada más o
rey por siempre jamás.
Alejandro
apuró otra copa mientras atardecía en el vinoso ponto. ¿Qué tal unos juegos
para los reyes y no para los dioses?
Olimpia
no olvidó. Años después, hizo colocar una dorada corona de olivo sobre el
templete que adornaba el sarcófago de su hijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario