Desde el cielo habló la Luna llena
El
hermano Explícito era amigo de Radomiro Martínez, un médico que tenía su consulta
en la esquina del viejo barrio, por lo que reclamó su presencia para que el
niño pudiese pasar la inspección obligatoria. El doctor era un hombre
circunspecto que reaccionó a la petición de forma hipoalergénica porque había
visto de todo en el ejercicio de su profesión. El nene estaba sano sanote y
lloraba como un condenado, ¡buenos pulmones tenía! como se suele decir. La vida
te da sorpresas y el primero que se quedó estupefacto por la ternura que le transmitía fue él. Su blanca palidez le pellizcó el corazón y
tomo la decisión de acogerle. El niño debía tener una familia de verdad. La congregación
de esos hippies no era el lugar
adecuado para criarle como el albino Marcelino, las cosas claras, al pan, pan,
y el chocolate espeso.
Radomiro
comunicó a su mujer el amor paternal que se le había despertado. Mariana era
una manchega con más arrestos que El Lute cuando era El Lute y como ella
también sintió una pena en el alma grande como un río de agua viva, y no tenían
prole ni perro que les ladrase, idearon una estrategia casi militar para poder llevar
al nene a su hogar y a su vida. El médico se marchó supuestamente una semana a
las Tierras de todo recto al otro lado de las montañas, para abreviar Francia, donde
habían fallecido en accidente de automóvil una hermana y un cuñado que se
inventó, y sumido en la pena imaginaria regresó teatralmente después como único
pariente del pobre sobrino que venía con él. Había que llamar de alguna manera
al infante y se le ocurrió lo de Francidiomedes. Le pareció un nombre entre raro
y como de héroe de leyenda, pensando que la originalidad de sonar a mitología
griega a lo mejor le ayudaba en el futuro encaminando su destino. En cuanto al apellido no tuvo duda y se inspiró en la última lectura que tenía
empezada, un ensayo filosófico titulado «La soledad del yo
verdadero en la isla de Crusoe». El aterrizaje del muchacho
tuvo lugar un primer día de la semana, pero se dijo «no
me gustan los lunes, prefiero un día más festivo, ¡ya está!»
y tras esta reflexión Francidiomedes Domingo Martínez nació para el mundo por
segunda vez. Radomiro y Mariana no supieron nunca la fecha exacta del primer
alumbramiento y optaron por inventarle también un cumpleaños que fijaron el uno
de julio como perfecta mitad del año, pues era bisiesto. Tanto esfuerzo con
resultado rimbombante no sirvió de mucho porque le llamaban Francido cuando había
hecho alguna travesura o simplemente Franci, para abreviar. Su nombre a él
mismo le habría de incomodar en el futuro y casi nunca lo utilizaba, o era
Franci o era Diomedes, pero junto era un horror ¿o no? (¡si, si! escucho a los lectores decir).
Los
recién estrenados papás se prometieron que aquel niño viviría como si lo hiciese en el palacio negado. Ni los «tíos» ni el «sobrino» comían en vajilla con filo de oro
ni dormían por la noche en sábanas de blanco satén, (que no sé yo si los ricachones del siglo XX hacen ostentación de estas horteradas, pero lo escribo
en contraposición a los platos de Duralex y la ropa de cama de tergal que
utilizaban), eso sí, le crearon un hogar para amar y soñar, donde el cielo se
unía con el mar y el sol cada mañana brillaba más.
No voy
a relatar mucho de los primeros años de Franci porque no me apetece.
Escuetamente, diré que merendaba bocadillos de crema de avellanas, que le costó
pillarle el intríngulis a las ecuaciones de segundo grado, que llevó escayolado
un meñique hasta el codo por jugar al churro, que tuvo un camión de juguete con
el que destrozó las puertas de palacio, que vivía un poco asilvestrado sin
pensar en nada más porque le consentían todo, pero era buen chico, y en suma, y
por todo esto y más, tuvo una infancia en la que la felicidad de la mano del
amor llegó. Únicamente nombraré a la de la mochila azul. Apolonia vivía cerca de Franci. Tenían la misma edad. Jugaban en su calle particular con
ríos, bosques y lagos de cristal en una fortaleza invencible dedicada siempre a
disfrutar. Cuando llegaron a la adolescencia, como estaba cantado, su amistad
se tornó en un amor más grande que el amor de los mayores.
Cuadra tus hombros, nubla tu mente y listos para la inmersión en la pecera…
Un lector
Una vez nos pilló el sargento Guindilla. Estábamos yo, el asturiano, Moquete, el Tutankamon y Juancar
aburridos y fuimos a ver si metíamos judías
en las
Una lectora
¡Historias de la puta mili! ¡Qué les han dado a todos los tíos de esa
generación!
El mismo lector de antes
botas pero yo no quería porque me quedaba un mes pa la blanca
La lectora
¡Mírale, a lo suyo! ¿Tiene importancia el lugar?
Narrador
Relativa, por ampliarle horizontes y por adelantar hasta donde quería
llegar.
El lector que sigue a lo suyo
Por cierto, ¿dónde hizo el campamento? Conocí yo a uno que era medio
franchute que me parece que es el Francidocles
este
Narrador
Es un personaje de ficción.
El lector, ¡y dale!
que vivía con unos tíos
La buena lectora
Este no se ha enterado de nada.
Narrador
No creas, igual más de lo que parece ¿Puedo seguir? ¿Va gustando el
relato?
El lector intrigado
Si
La buena lectora aburrida
Si te empeñas…
Narrador
El que no quiera continuar puede dejar de leer…
El
recluta Franci se pasaba los días escribiendo cartas que empezaban más o menos de
este modo: «Querida Apolonia, llevo seis meses aquí, te
echo de menos, no puedo vivir sin ti». Por las noches
frecuentaba cutrebares de perdición, haciendo inmersiones arriesgadas en un
programa en espiral y persiguiendo el mar en un vaso de ginebra, pongamos que
hablo de que se dio a la bebida y al desenfreno de muy mala manera.
Cuando
regresó a Cierzópolis una vez cumplido el servicio militar Apolonia estaba
estudiando diseño en la Ciudad del guanchufrí
al norte muy al norte, Londres por abreviar. Al principio se carteaban, pero
ambos accionaron la tecla de pausa porque aquello no llevaba a nada de momento.
Como Franci no tenía trabajo y se perdía en su habitación sin saber qué hacer
pasando el tiempo en descifrar enigmas al compás de las horas, se apuntó a un
curso de guitarra por correspondencia y se dejó crecer el pelo. Por efecto de
un milagro hecho champú, de huevo para más señas, al poco tiempo pudo lucir una
media melena de color verde puñeta. Además del cabello le brotó el talento, a
su genuino y original modo, claro.
Radomiro
y Mariana decidieron que eso no podía seguir, no sólo había que lavarle,
peinarle y domesticarle, tenían que hablar con él muy seriamente, pero no hizo
falta porque el chico se les adelantó soltando en una comida, así sin
preparación, un obús en dos frases como declaración de principios entre las papas
con arroz y el bonito con tomate.
–Pásame la sal.
Voy a ser una rock
and roll star.
Mariana
no se sorprendió porque a una madre no se le pasan esas cosas. Radomiro sí se quedó
helado como si hubiese sido lanzado a Groenlandia, al Tibet o a los anillos de
Saturno. Vosotros, lectores, ¿qué me contáis?, ya sé que lo veíais venir (¡si,
si! –os escucho asentir de nuevo).
Podemos ser héroes
Franci
grabó una maqueta con cuatro temas. Se pateaba las emisoras de radio intentando
colar lo suyo. Iba a pinchar ocasionalmente a los bares de algún amigo. En El
trabuco del Cucaracha, la conocida tienda de discos, también probó suerte.
Vivía de noche y regresaba a casa después de desayunar con los barrenderos y
las avecillas del parque. Tan ubicua se volvió su presencia en el mundillo de
la ciudad que era invitado a cualquier evento musical o afín que hubiese, por
el mero hecho de estar, hacer bulto y figurar. Fueron unos inicios
efervescentes. Uno de sus temas logró cierta fama. Hablaba de un chico
enamorado de una chica muy mona (ella) que descubría en el cielo gaviotas y
pintaba estelas en el mar (él) mientras le esperaba (a ella) solo, (tris, o
sea, solo, solo, solo) muy solo (él), en un muelle donde ningún barco de nombre
extranjero a su amor le devolvía (ella allí), mientras sus ojos se les llenaban
de amaneceres (a ambos). Las otras canciones de la maqueta eran loquísimas: una
ensalzaba a una beldad llamada Marijuani que traía loco al protagonista, otra relataba
la conversación que mantenía un chico con la «perfecto»
de un escaparate, ¡se decían unas cosas, uf, lo nunca oído! y la última era
instrumental, tocada con acompañamiento de castañuelas, campanillas y botes de
garbanzos golpeados con una cucharilla.
En Cierzópolis
se celebró aquel año un concurso llamado Paso al que se pese. Era un certamen
musical cuyo premio consistía en que el vencedor recibía su peso en chorizos
parrilleros, salchichas a la brasa, chuletas de cordero y vino de garrafa, más
una grabación en la antología de un sello independiente. Franci se envalentonó
y buscó una banda en condiciones. Se presentaron como Diomedes y Los 45 (realmente
eran cuatro o cinco, según los días. A los medios les explicaron que la cifra era
por las rpm de los vinilos en formato de sencillo, pero la realidad atendía al
ángulo que forma el brazo al empinar una litrona, y ellos se partían de risa
cuando todos se creían lo primero). Ganaron. Después de acabar con las viandas,
y una vez asimilado y digerido el éxito, empezaron a dar conciertos.
Tocaban
por la jeta, tocaban por las birras, tocaban por el sexo y las drogas, tocaban
en antros que a la luz del día parecían haber sido arrasados por una horda de
hunos y la erupción de un volcán, tocaban en colegios mayores y en festivales
promovidos por los ayuntamientos. Los músicos no eran malos aunque tenían mucho
que aprender del negocio. Diomedes tenía una buena voz, alguna formación
musical, muchas ideas bullendo en su cerebro y el dinero para invertir en
instrumentos y gastos extraordinarios.
Mariana y Radomiro veían poco a Franci y colocaron una foto de él en la despensa porque en el salón no se atrevían. Su aspecto daba miedo a los vecinos y amigos cuando frecuentaban el hogar del greñas.
Se colocaron en la cresta de la ola y su fama llegó hasta oídos de una multinacional.
El
productor entró en el estudio para poner orden en todo ese jaleo. Era un señor
con más pinta de arquitecto o boticario que de ideólogo musical. Pasaron el día
entre bayonesas, porras, cafés, empanadillas, consomés de ave, callos y
caramelos de miel con limón, (no, es mentira). Se fundieron entre todos un saco
de cincuenta kilos de cubitos y tres cartones de rubio americano, con eso está
todo dicho. Cada uno de los presentes grabó un tema. Diomedes se hizo con el
personal destilando desparpajo porque cuando les preguntaron quién era su
representante, los otros enmudecieron, y él tuvo que tomar la palabra aduciendo
que se había quedado en casa con gripe. El resultado de aquel día fue un disco
doble con un criterio de selección lamentable titulado «Exitazos
vol.1» y unos interesantísimos contactos para el joven
y su grupo, de los que en el futuro él personalmente sacó el mejor provecho.
A final
de año grabaron un LP incluyendo en el mismo el sencillo que les catapultó a la
fama. Su público se amplió y no era extraño ver al pescadero tararear sus
canciones entre calamares por aquí boquerones por allá o a las mamás, que de
puro aguantar el tostón de sus hijos en
el tocata se habían aprendido los éxitos del momento, incluso algún grupo les
gustaba de verdad, no los entendían totalmente pero les sonaban bien, y ese era
el caso de Diomedes y los 45. El guitarra hacía unos solos cuando estaba inspirado
que te llevaba en autopista hasta el infierno directamente. El batería era
digno de ver en directo, a los platos no le ganaba ni el más afamado cocinero preparando
una merluza a la vizcaína. El bajo lo tocaba una chica rubia que medía dos
metros cinco y que por eso les miraba a todos por encima del hombro. Tenían un
sintetizador envidiable porque había dos como ese en todo el país.
Diomedes era el vocalista y tocaba ocasionalmente algún instrumento de su
invención.
Comenzaron
con los bolos, a tres actuaciones semanales durante nueve meses seguidos.
Vivían en la carretera. A veces no sabían si estaban camino Soria, camino de la
cama o dónde narices estaban. Su fama llegó hasta los confines del mundo,
incluido el Londres donde vivía su muchacha de ojitos dormilones.
Apolonia
regresó con una intención llamada Franci. Cuando ella entró de nuevo en su
vida, él se divorció del grupo de sus inicios (para qué les iba a poner nombres
a todos si les quedaban dos párrafos de vida). Venía moderna y muy cambiada. Ya
no era la niña de mirada cándida y mejillas encendidas por campos de fresas. Se
ofreció como su representante para llevarle sus cosillas en un bolso gris y
arroparle con una banda excepcional. Le facilitó contactos con varios músicos
que no eran conocidos ni en su house
a la hora del té, pero pasaban por unos virtuosos, porque ya se sabe que aquí todo
lo que llega de fuera es mejor y el talento nacional hay que sudarlo en
lágrimas. Del antiguo grupo sólo continuaron con él Seve el guitarrista y el
sintetizador (que para eso lo había pagado Radomiro). Apolonia le ayudó también
a refinar un poco su aspecto explotando las posibilidades de su físico, a
encauzar su estilo y a definir el mensaje que quería transmitir con un género
musical nuevo.
La
nueva banda se llamó DIO (de Diomedes). Se tiraron por una mezcla de nueva ola,
rock potente, aires folklóricos de diversa procedencia y cierta bruma hipnótica
que lo envolvía todo. El público entraba en comunión en cada directo y ellos se
encargaban de ofrecerles el pan de los ángeles reclamado. Sus seguidores
no eran gente anciana bailando en la plaza del pueblo a ritmo de siete octavas
porque dejaron de ser unos insolentes que ponían aires modernos en las fiestas
patronales. Ahora llenaban estadios y grandes recintos a lo largo y ancho del
mundo. El grupo vivía en un plano entendido únicamente por alumnos iniciados y
mucho más jóvenes, con repercusión estratosférica. Mariana y Radomiro se
atrevieron a poner sus fotos en el salón y asistían a sus inicios de gira. El
tío estaba orgulloso y la tía se emocionaba incluso cuando escuchaba su música
como fondo de un anuncio de piruletas. Pero… (siempre hay un pero y tengo que
acabar con un redoble).
El club de fans oficial de DIO no estaba en el reino junto al mar donde vivió. El presidente era uno de su muy noble parentela que le había negado la regia cuna por considerarle un brujo nacido con el poder de la Luna y para que no le tachasen de simpatizar con el Demonio. Ahora que su niño se había convertido en el hombre de las estrellas en un firmamento igual de resplandeciente, le seguía en la distancia.
La muchedumbre de enfervorizados fans daba la vuelta al estadio de fútbol de Cierzópolis. Pese a la precipitación con que se organizó todo se superaron con creces las expectativas de asistencia estimadas. Varios furgones de policía intentaban poner orden. Allá donde se mirase había un mar de jóvenes que vestían como él, llevaban el pelo como él, se maquillaban como él y tenían su nombre escrito en la frente, tatuado en el pecho con un corazón y algunos en partes más íntimas de sus carnes que con reverencia se habían rendido a él. Dos autocares descargaron una nueva ola de seguidores. Los recién llegados corrieron para tomar el mejor sitio que podían al final, pero no serían los últimos de la fila porque durante lo que quedaba de mañana y hasta la apertura de puertas a las 19:30, vinieron más hinchas del rock. El inconfundible olor del alcohol y de los cigarrillos de marihuana lo invadía todo. Un grupo de chicas cantaba sus canciones con tanto entusiasmo que posiblemente cuando lo tuviesen que dar todo por el ídolo ya estarían afónicas. Varios oportunistas vendían botellines de agua condimentada y bocadillos de tortilla de patata, es un decir, porque invariablemente sólo les quedaban de chorizo, con una loncha transparente, pero cobrados como si llevasen medio kilo de jamón del bueno.
Los seguidores ya habían entrado en el estadio. Estaban en el trance electrizante de la música dándose un homenaje. Era un cartel impresionante compuesto por todos los que fueron, eran y aspiraban a ser. Por el escenario iban a pasar: Juanito, Jorgito y Jaimito, Rita y los Misceláneos, Manolito, Joselito, Lolo y Sebastián, La señorita Pepis, Los guasones del Isuela, La viuda negra, La dama blanca, El mago gris, La bruja rosa, La sota de bastos, Manga ranglán y, para cerrar el evento, los restos del naufragio de DIO.
Diomedes
había engullido a Franci entre las pastillas para dormir, las de despejarse,
las energizantes, las vitamínicas y las alucinógenas. Acabaron con él haciendo
que todo girase en torno a una estancia del hotel mientras danzaba entre el
polvo de los ángeles que llamaron a su puerta para llevarle con una escalera
hacia el cielo.
Vivió
deprisa, murió joven ascendiendo a la gloria desde la cima del Olimpo y dejó un
bonito cadáver.
El
fantasma del que hubiese sido rey apareció con corona y capa de armiño. Portaba
una silla de acampada y después de dar varias vueltas al recinto se sentó donde
le pareció oportuno, en la soledad de las últimas gradas, no disfrutando del
silencio que se merecía, pero donde su corazón tendido junto a él estaba oculto
de la luz de los focos. Santa Cecilia puso una lluvia ultravioleta sobre el
escenario porque las tumbas son para los muertos y las flores para sentirse
bien.
.
Playlist Spotify con mismo título de escucha interesante aunque no simultánea a la lectura.
Relato publicado en el nº 5 de la revista digital El Callejón de las Once Esquinas.