lunes, 28 de noviembre de 2022

LA CIUDAD DE LAS QUINIENTAS CÚPULAS

 

Ese lunes de 1740 Nápoles amaneció con una lluvia silenciosa pero abundante deslizándose desde los tejados hasta las cloacas, formando surcos lacrimógenos en el rostro de una ciudad tan maquillada que el rubor de sus pómulos competía en color con la púrpura eclesiástica y el carmesí de sus labios con los impúdicos lazos en las enaguas de una puta.
Los madrugadores apretaban el paso para dirigirse a sus tareas. Pocos se detuvieron a contemplar con insana curiosidad el cadáver de un hombre que apareció en la bahía.  Estuvo chocando a la deriva contra los cascos de los navíos un buen rato. Su panza hinchada le hacía parecer un cachalote desorientado. Finalmente, los empleados de Sanidad echaron una red y le pescaron. El cuerpo no ayudó mucho y los cuatro brazos de los trabajadores no se mostraron muy expertos. El resultado fue que cayó boca abajo en una postura nada digna. Llevaba un cordón franciscano al cuello, con el que parecía haber sido estrangulado, y tenía una herida de bordes macerados por los que asomaban, flotando también, un par de costillas. Para redondear la escena, le taparon con una manta raída y corta. Si le cubrían la cabeza, no le llegaba más allá del muslo de la pierna derecha. El lugar de la izquierda lo ocupaba un palitroque torneado con esmero y capullos de rosas, aunque un madero al fin y al cabo. No había duda. Era el maestro Nicola Sardine del Conservatorio de San Onofre. Si el muerto hubiese sido un pequeñuelo de la calle, algún marinero o una florista, el asunto se habría olvidado antes del almuerzo, pero tratándose del honorable músico, todo cambiaba. Por ese motivo mandaron recado a su amigo y colaborador, el libretista Pietro Biscotto. Llegó cuando la víctima era depositada en un carretón como una marioneta al final del espectáculo es arrojada a su caja. A pesar de que los operarios no estaban para perder el tiempo porque querían marcharse a otro trabajo más de su agrado, no despreciaron las monedas que les entregó con las instrucciones de dónde debían trasladarle: al hospital del orfanato donde fue acogido de niño, preguntando allí por el médico Peppino Cetriolino. En la mañana napolitana quedaron impresos para la eternidad los oropeles de la fama en pentagrama, pero su fortuna había desaparecido tiempo atrás, devolviéndole a sus humildes orígenes. Pietro comprendió que debería encargarse del enterramiento. Con la excusa de recaudar fondos decidió ver a varios conocidos comunes, para de paso, investigar por su cuenta.
La primera persona que recibió su visita fue Andreina Croccheta, ahora ya viuda del banquero Curniciello, la principal impulsora de la carrera de Maese Sardine, como llamaba en sociedad a su protegido. Él compuso bajo ese mecenazgo sus mejores óperas representadas en los teatros más prestigiosos; también oratorios y cantatas que resonaron en imponentes templos. Ella intercedió para que le concediesen el puesto en el Conservatorio después de que la enfermedad que se llevó su pierna y el largo reposo posterior enfriaron a críticos y público. Salvó su declive. Se sentía culpable porque ya entonces le había abandonado por Giovanni Mandorla, Mandarino, el célebre castrado, alumno de él y al que, para mayor ironía, el músico aupó hasta granjearle los favores de los nobles napolitanos y en especial, también los de Andreina.
¿Cómo tu presencia tan temprano, querido amigo? ─dijo cordial entrando en el saloncito donde le había hecho esperar. Por lo inusual de la hora y la preocupante gravedad que denotaba su semblante intuyó una respuesta extraordinaria— Sentémonos.
Nicola ha sido encontrado muerto al amanecer.
¡Santa María! —exclamó ella abriendo los ojos y santiguándose. A continuación, sufrió un ligero desvanecimiento que dejó laxa su espalda y le hizo reclinarse en el respaldo con la cabeza ladeada. Cuando se repuso, comenzó a sollozar estrujando un pañuelo, como intentando sacarle los hilos del pasado, para rememorarlo con la inmediatez de un relámpago y tejerlos de nuevo si hubiese sido posible. 
—No quería que te enterases por otro medio.
Fuimos felices. Me apenaba su melancolía de estos años. Se centró en la escuela de canto y lo demás no le importaba. No nos veíamos tanto como hubiese deseado.   
Lo sé. Yo le seguía tratando con frecuencia.
Has sido su apoyo. Es de agradecer todo lo que has hecho por él ¡Y qué partida tan repentina! No sabía que se hallase enfermo.
Su alma era joven, pero estaba marchita. Ahora florecía, por fortuna. Tenía un encargo para el cumpleaños de la reina —puntualizó Pietro y se quedó en silencio buscando las palabras adecuadas para continuar—; sin embargo… una enfermedad no fue lo que le llevó al abrazo de la muerte, Andreina. Le advertía a menudo sobre las consecuencias de frecuentar los muelles con una asiduidad enfermiza.
¿Qué me ocultas?
Su cuerpo fue encontrado flotando en las aguas de la bahía, asesinado.
¿Asesinado? ¡Madre mía! Si le asaltaron con intención de robarle, se habrán llevado flojo botín, otro motivo no se me ocurre. ¿Quién acabaría con su vida?
Eso me gustaría saber y me hago la misma pregunta. ¿Tenía algún enemigo?
Lo desconozco, declarados, al menos no, mas la envidia es uno de los peores estigmas en el mundo del arte.
No solo en ese círculo. Por mi parte he intentado frenar el escándalo, pero me temo que será una cantidad insuficiente para sellar los labios murmuradores. No podía permitir que terminase en la piscina de los indigentes y espero que, según mis indicaciones, le hayan llevado para que repose en tierra santa bajo la iglesia del Loreto.
Estoy de acuerdo. Se lo debemos. Yo correré con los gastos, no dejes de informarme.
Debo partir. Confundido me hallo.
Consternada me quedo. Adiós.
Adiós.
El libretista encaminó sus pasos hasta la residencia de Julio Zucchini, el Asesor de Fastos y Celebraciones del rey Carlos, para comunicarle la muerte en tan horribles circunstancias del maestro y pedir su silencio, suplicando si era preciso.  Estaba a pocos metros de la entrada cuando Mandarino salió del edificio rápidamente dispuesto a montar en su carruaje parado al pie de las escalinatas, sin percatarse de su presencia. Era el último sitio donde esperaba encontrarle. Habría interpretado mejor papel en casa de su adorada Andreina acompañándola y mitigando su dolor. Pietro vio perdida la oportunidad de hablar con él porque la calle es indiscreta por principio, no obstante, un hecho inesperado le hizo reconsiderar si abordarle o no. El cantante fue interceptado por la mano extendida del miembro de una orden mendicante. Para quitárselo de encima le dio unas monedas sin apenas mirarle a la cara. El pedigüeño le expresó su agradecimiento con palabras mal moduladas, tono estridente y oscuros matices vocales. Fueron unos segundos tras los cuales Pietro decidió no delatar su presencia y dejó marchar al primo uomo. Durante la ascensión hacia la puerta se fue preguntando qué asunto habría ido a tratar allí el excelso Mandarino.  
Julio Zucchini le recibió de inmediato en su gabinete.
Señor Biscotto —dijo con educación levantándose de la silla—, es un placer verle. ¿Cuándo podremos disfrutar de su talento de nuevo? ¡Mons Vesuvius fue realmente delicioso!
No todo el mérito es mío —contestó intentando mostrar un tono intermedio entre la humildad y la falsa modestia—, no le quite importancia a la música. Me gustó la orquestación de Piccolo Merluzzo, y a él también mis poemas.
Sabe que en la corte se les aprecia.
De lo cual estoy muy agradecido por la parte que me corresponde.
Dígame, si hace el favor —dijo Julio poniendo final al tiempo de los halagos—, ¿qué le trae por aquí?
Si, precisamente le quería hablar de un asunto relacionado con la próxima celebración del cumpleaños de la reina, pero es un tanto delicado y solicito de antemano su discreción. 
Hable sin temor.
Nicola Sardine ha sido asesinado.
Ya conocía la noticia. Tengo mis propios informadores.
Supongo que sabe entonces dónde y en qué condiciones se ha encontrado el cuerpo.
Cierto.
¿Significa eso un cambio de programa? Le comunico que la obra no está terminada.
En palacio se eligió a maese Sardine porque Merluzzo estaba en Viena. María Amalia se alegrará porque ahora se lo tendrán que encargar inevitablemente a él, lo cual significa que compondrá arias de ornamento o una serenata de tono elegante para lucimiento de Mandarino, por el que su majestad siente verdadera admiración. El rey no es muy aficionado a la música, pero quiere sorprender a su esposa. Como ve, problema resuelto.
Entiendo.
Me adelanto a la pregunta que no se atreve a formular: ¿qué pasa con Nicola? Me temo que es mejor recordar sus magníficas obras y su extraordinaria labor en el conservatorio. Dejaremos pasar un tiempo para que ambos aspectos prevalezcan sobre el luctuoso acontecer de su muerte.  
Será enterrado en la iglesia del Orfanato de Santa María de Loreto, si no se dispone lo contrario.
Nos parece correcto. Le expreso mi pesar, habida cuenta de la amistad que les unía. ¿Se le ofrece algo más?
No. Gracias, señor Zucchini.
Pietro se marchó con varias respuestas y otras dudas mucho más preocupantes sonando dispersas en su cabeza como notas musicales sin terminar de armonizarse. En la calle de nuevo, el cielo era plomizo y la luz filtrada a intervalos entre las nubes iluminaba de forma confusa los soportales de la plaza. Parecía el preludio del ocaso en lugar de media mañana. Se unió al nutrido grupo de personas que se refugiaban en los porches. El fraile continuaba pidiendo con monótona cantinela para los huérfanos y otros menesterosos. Caminaba saltando charcos y sacudiendo los faldones de su hábito empapado con la energía de una muchacha bailando una tarantela, lo que no dejaba de tener cierta gracia, aunque su rostro no tenía nada de humorístico, todo lo contrario. Era de rasgos en extremo femeninos, imberbe y con mandíbula proporcionada que convergían en un delicado mentón. Lo más llamativo de su cara eran unos azules ojos donde se reflejaban gélidos abismos de un mar borrascoso, faros siguiéndole incluso cuando las columnas se interponían opacas en el haz de su mirada. Esta insistencia provocó en Pietro una aversión hacia el joven a la que no supo dar explicación. Sin saber por qué, se lo imaginó con una peluca empolvada ocultando sus cabellos trigo tostado tonsurados, y así fue como le recordó a Mandarino. Como él, éste sin duda también era un castrado. La diferencia estaba en que la suerte no había tocado a los dos por igual. Mientras Giovanni Mandorla se sometió a la cruel operación pasada la pubertad, (decía que para salvar su vida después caer desde lo alto de una higuera), el desgraciado franciscano habría sido intervenido de niño, como muchos otros, pero cuando se desarrolló no consiguió los mismos resultados en sus cuerdas vocales. Al menos la vía religiosa le auguraba una existencia menos lastimosa que el arroyo y moralmente más aceptable. ¡Tantos infantes morían a manos de medicuchos y barberos! Ser un superviviente no bastaba para sacar a la familia de la pobreza y ocupar un papel protagonista en la tragicomedia elegida.
Pietro abandonó esas sensaciones porque la imagen del cadáver de Nicola le asaltó, apremiante, para recordarle que buscase un cochero y saliese de la ciudad, más allá de la muralla, con objeto de comprobar si su cuerpo había llegado a la morada final.
La Congregación de Santa María de Loreto comprendía varios edificios en el llano: el monasterio con su iglesia, los jardines, el orfanato y el hospital. Un poco más retirados, donde la ladera de la colina ascendía entre pinos, estaban la granja y el taller de alfarería dependientes de la orden. Pietro se apeó en el patio del centro sanitario.  Sabía perfectamente dónde estaban las salas de curas y las de reposo, pero giró por un pasillo en forma de túnel para entrar en el mortuorio.
Mandé hacer su pierna al mejor carpintero de la ciudad —dijo Peppino secándose las manos en una tela parda colgada de un gancho cuando vio por el rabillo del ojo al recién llegado—, ¿no lo sabías?
No. Siempre contaba que se la ganó a las cartas a un mercader turco, y juraba que era de madera de sándalo de un palacio árabe. A mí nunca me contó una versión distinta. Nadie le creía, pero le reíamos la ocurrencia.
¡Cuánta imaginación derrocháis los artistas! —remató, esta vez volviéndose hacía él—, ¿cómo estás Pietro?
Triste y desconcertado. Han pasado solo unas horas. No me lo explico.
Me he quedado helado cuando he visto que era él, pero es mi trabajo.
Ya ves, el mío escribir en verso hazañas de héroes, caballeros y personajes lejanos en el lugar y el tiempo, muertos también, al fin y al cabo.
Para alabanza y gloria de su nombre —recalcó el médico.
Es lo que espera el que paga. Si se parecen a quien me entrega unos escudos a cambio de sus delirios de grandeza, mucho mejor. Nicola cayó en desgracia por no tocar las teclas que debía en cierto momento.  
La adulación y la falsedad mueven este mundo y él era demasiado íntegro como para halagar a quien despreciaba.
Pero como músico era admirable, y como maestro todavía más, por eso era tan estricto con sus pupilos. ¡Cuántos de los que ahora están de moda le deben todo lo que son y solo murmuran vilipendios a sus espaldas! ¡Asquerosos desagradecidos! 
¿Crees que alguno ha podido llegar tan lejos? ¿Tanto como para matarle?
¿Tú qué crees? ¿Me puedes dar alguna idea después de ver su cuerpo?
Verás, Nicola no murió estrangulado con el cordón que llevaba al cuello, no tiene marcas de ello, ni tampoco ahogado en el mar. La herida del costado es profunda pero no parece de un acero. Da la impresión de haber sido causada por el golpe contundente con un objeto romo. También presenta multitud de moratones en el pecho, la espalda y el abdomen. Y hay dos cosas que me han llamado la atención: tenía un líquido negruzco y espeso en ambos oídos, como cera licuada o más bien consistencia de miel para ser más exacto y le arrancaron las uñas de los dos meñiques.
Se ensañaron con él. No descarto una venganza, pero ¿de quién?
Pregúntate quién gana con su muerte o quién se alegrará de ella.
Eso intento hacer. Me llena todavía de más dudas para llegar al porqué. Te agradezco la sinceridad, y aunque ahora no me lo parezca, creo que esta conversación me será de gran ayuda.
Es lo mínimo que puedo hacer.
Desearía que te encargases de algo más. Le hubiese gustado reposar en cristiano y no hay dinero para una capilla. Andreina se ha comprometido a pagar algo discreto.
¡Andreina! ¡Menuda gripia! Destrozó el corazón de Nicola, y él siempre volvía a sus brazos con el menor gesto zalamero de ella, hasta que la evitó definitivamente, ¡y se las sigue dando de alma dulce y compasiva!
Era su intermedio, como lo que le gusta al pueblo para huir de la rigidez y los ornamentos sobre frases reiterativas. ¡Quién no quiere un diálogo de verdad para variar!
Pero la ópera no es para el pueblo —matizó el médico con una sonrisa que contagió al otro—, nunca lo será. Hay que saber hasta donde uno puede aspirar y no vivir de ilusiones. Te sugiero no descartar la entrepierna de La Croccheta para empezar a escribir el libreto. A lo mejor desde allí puedes atar algunos hilos. 
Lo tendré en cuenta. Me marcho. Adiós, Peppino.
Ve con Dios. Ten cuidado.
Hasta la vista.
Pietro Biscotto regresó para almorzar en su casa y descansar del ajetreo. Estaba claro quiénes ganaban con la muerte de Nicola, pues había más de uno. Andreina le sacaba definitivamente de su vida; de este modo ya no la pondría en evidencia ni se debería encargar como madre amantísima de su cuidado en la sombra, cubriendo sus deudas de juego y lamiendo sus heridas de vez en cuando. Tal vez era mejor actriz de lo que pensaba porque ya hasta dudaba de la sinceridad de su pena, a pesar de eso, no era un motivo suficiente para maquinar su asesinado. Lo que sí encajaba mejor sin salir de los intrincados pasillos de aquella casa era la figura de Mandarino. Sentía hacia él unos celos justificados, sentimental y artísticamente hablando. Si le quitaba de en medio, continuaría medrando a su libre albedrío con el compositor que más le agradaba, no con el hombre irascible para con su persona, justificado también, al que no podía evitar ver como el profesor de su adolescencia, sometiéndole a interminables ensayos hasta caer exhausto. El muchacho rebelde se había convertido en un arrogante intérprete y un amante burlado. Un móvil pasional al estilo neoclásico por sus matices diferenciadores. En segundo lugar, Pietro sopesó la oscuridad que salpicaba el ambiente artístico del siglo de las luces. Rivales tenía, pero ya en los últimos años Nicola no suponía una competencia preocupante como para hacer sombra a los Merluzzo de turno de la escuela italiana, ni para los de la alemana, francesa o inglesa. Su momento de esplendor había pasado. Ahora era el referente venerable pero no deslumbrante. No tenía nada nuevo que aportar. Los motivos económicos no los descartó a priori. Se le ocurrió el hipotético caso de que le arrebatasen la vida en lugar de la bolsa por alguna cantidad prestada sin devolver, hasta que llevo al límite de la paciencia al acreedor. Podía ser.
El lugar sórdido de su muerte, (bueno, de su muerte no, porque Peppino mencionó que no había fallecido por ahogamiento), denotaba que conocían sus andanzas. Cuando el galeno le negó las medicinas para los dolores de sus piernas, él supo dónde conseguir algún sustitutivo más potente. El asesino podía ser alguien al que Pietro no conocía.
Y volvió al motivo. ¿Y si no lo había? Debía haberlo. Entonces se le ocurrió también que Nicola Sardine pudo ser víctima de una desafortunada casualidad, encontrándose en el lugar y el tiempo inoportuno para la venganza a manos de un justiciero indiscriminado, ejecutor de un castigo aleccionador y ejemplarizante. Debería ir al barrio de la bahía.
Bien avanzada la tarde, se cubrió con una capa gruesa y puso rumbo a los muelles. Los faroles de las tabernas alumbraban mortecinos el mínimo círculo de empedrado frente a las puertas que con ese reclamo ponían una isla de calor en los lóbregos callejones de almacenes cerrados. Media docena de chavales desarrapados simulaban pelearse junto a unos cajones por el hecho de si entraban o no donde un tal «padre Francesco». Dos decidieron ir y los restantes se dispersaron. Siguió con curiosidad a la pareja hasta un modesto edificio con el símbolo de la cruz en las contraventanas. Dentro se escuchaba cantar. No eran el coro de la catedral, pero lo hacían de un modo más que aceptable. Entró y se sentó en un banco lateral bastante al fondo. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que quien dirigía a los muchachos era el franciscano mendicante de esa misma mañana. Cuando terminaron la pieza que estaban interpretando y éste se volvió, al ver a Pietro abandonó el atril y echó a correr intentando llegar a la calle por una puerta lateral. Esa reacción le incitó a seguirle y consiguió interponerse entre él y la salida. El religioso cambió su rostro tenso por uno que demostraba falsa serenidad.
Buenas noches, hermano.
Buenas noches —contestó él.
He sentido curiosidad al oír música desde fuera. ¿Preparan algún canto para la iglesia?
Ensayamos para la fiesta de San Genaro.
Entonan bien los muchachos, soy músico.
Sé quién es.
Algunos de ellos podrían recibir clases de canto.  
Casi todos tiene una formación musical. Son huérfanos echados del hospicio cuando se hacen mayores.
¿Y viven aquí?
No. Son hijos de la calle. Intento que continúen sus estudios y aprovecho las cualidades de algunos, pero es difícil hacer catequesis con el estómago vacío.
No comprendo por qué fueron expulsados.
En Nápoles hay muchos pobres, demasiados. Allí están bien alimentados, pero si no sirven, si fracasan cuando crecen y su voz no es la esperada, como la mía, no valen el pan que les alimenta.
Es cruel.
También lo son los maestros que han tenido y los barberos que les operaron.
¿Considera que ellos tienen la culpa? Cada caso será distinto…
Hace muy poco me dijeron algo parecido —contestó dirigiendo su mirada hacia una repisa donde estaba la estatua de un querubín.
Un ángel de mármol que lloraba sangre. Un bello ángel vengador.
Pietro no supo en ese momento de quién era la sentencia que había leído en algún sitio, pero mientras el franciscano y su cuadrilla de muchachos le agarraban por brazos y piernas, recordó exactamente cada una de las palabras, al tiempo que la vida le abandonaba y caía el telón. 

La música puede provocar diversos estados de ánimo transitorios, 
como satisfacción, euforia, alegría, gozo, pena y más,  
pero es incapaz de modificar un comportamiento humano, aunque sí inducirlo. 




Publicado en el nº 12 de la Revista El Callejón de las Once Esquinas. Diciembre de 2019


domingo, 29 de mayo de 2022

EL CHICO MÁS PÁLIDO DEL RECREO

 

Desde el cielo habló la Luna llena

 Hace muchos, muchos años, en un feudo junto al mar, habitó el joven Francidiomedes. Se puede pensar que sus padres estaban ocurrentes tirando a chistosos al ponerle este nombre, pero no fue así la cosa. Cuando contaba con unos días de vida fue trasladado a las Tierras de arriba casi al fondo a la derecha, para abreviar, Cierzópolis, que es donde arranca su historia conocida y la que voy a relatar. ¿Por qué allí precisamente y cuál fue el motivo? (Ah… ¡No lo voy a descifrar en el primer párrafo!). Era una bonita mañana en la que el poder de las flores inundaba los jardines y el verano del amor inculcaba a los corazones buenas intenciones y tibetana comunión con el Universo, pero ni el dirigente ni su graciosa consorte se enteraron de la llegada de una boca más al lugar, que bastante tenían con el resto de 33.999.999 habitantes del país. El bebé fue dejado a los Hermanos Irredentos en Pedro, Pablo y la Instauración del Eufemismo Santo. Los que perpetraron la entrega parecían gente importante y tenían mucha labia. No revelaron el origen de la criatura, hicieron la enigmática promesa de que el tiempo dejaría cada cosa en su sitio, juraron que se les encomendaba una misión de suma importancia, prometieron que serían recompensados en el futuro y con etcétera en bis como elipsis argumental de algunas patrañas más, hicieron que ellos quedasen convencidos y aceptasen al nene en su beatífico recinto. Fue un hecho sumamente extraño, como de folletín decimonónico, porque existían instituciones más apropiadas para hacer las cosas bien, o casi bien.

El hermano Explícito era amigo de Radomiro Martínez, un médico que tenía su consulta en la esquina del viejo barrio, por lo que reclamó su presencia para que el niño pudiese pasar la inspección obligatoria. El doctor era un hombre circunspecto que reaccionó a la petición de forma hipoalergénica porque había visto de todo en el ejercicio de su profesión. El nene estaba sano sanote y lloraba como un condenado, ¡buenos pulmones tenía! como se suele decir. La vida te da sorpresas y el primero que se quedó estupefacto por la ternura que le transmitía fue él. Su blanca palidez le pellizcó el corazón y tomo la decisión de acogerle. El niño debía tener una familia de verdad. La congregación de esos hippies no era el lugar adecuado para criarle como el albino Marcelino, las cosas claras, al pan, pan, y el chocolate espeso.

Radomiro comunicó a su mujer el amor paternal que se le había despertado. Mariana era una manchega con más arrestos que El Lute cuando era El Lute y como ella también sintió una pena en el alma grande como un río de agua viva, y no tenían prole ni perro que les ladrase, idearon una estrategia casi militar para poder llevar al nene a su hogar y a su vida. El médico se marchó supuestamente una semana a las Tierras de todo recto al otro lado de las montañas, para abreviar Francia, donde habían fallecido en accidente de automóvil una hermana y un cuñado que se inventó, y sumido en la pena imaginaria regresó teatralmente después como único pariente del pobre sobrino que venía con él. Había que llamar de alguna manera al infante y se le ocurrió lo de Francidiomedes. Le pareció un nombre entre raro y como de héroe de leyenda, pensando que la originalidad de sonar a mitología griega a lo mejor le ayudaba en el futuro encaminando su destino. En cuanto al apellido no tuvo duda y se inspiró en la última lectura que tenía empezada, un ensayo filosófico titulado «La soledad del yo verdadero en la isla de Crusoe». El aterrizaje del muchacho tuvo lugar un primer día de la semana, pero se dijo «no me gustan los lunes, prefiero un día más festivo, ¡ya está!» y tras esta reflexión Francidiomedes Domingo Martínez nació para el mundo por segunda vez. Radomiro y Mariana no supieron nunca la fecha exacta del primer alumbramiento y optaron por inventarle también un cumpleaños que fijaron el uno de julio como perfecta mitad del año, pues era bisiesto. Tanto esfuerzo con resultado rimbombante no sirvió de mucho porque le llamaban Francido cuando había hecho alguna travesura o simplemente Franci, para abreviar. Su nombre a él mismo le habría de incomodar en el futuro y casi nunca lo utilizaba, o era Franci o era Diomedes, pero junto era un horror ¿o no?  (¡si, si! escucho a los lectores decir).

Los recién estrenados papás se prometieron que aquel niño viviría como si lo hiciese en el palacio negado. Ni los «tíos» ni el «sobrino» comían en vajilla con filo de oro ni dormían por la noche en sábanas de blanco satén, (que no sé yo si los ricachones del siglo XX hacen ostentación de estas horteradas, pero lo escribo en contraposición a los platos de Duralex y la ropa de cama de tergal que utilizaban), eso sí, le crearon un hogar para amar y soñar, donde el cielo se unía con el mar y el sol cada mañana brillaba más.

No voy a relatar mucho de los primeros años de Franci porque no me apetece. Escuetamente, diré que merendaba bocadillos de crema de avellanas, que le costó pillarle el intríngulis a las ecuaciones de segundo grado, que llevó escayolado un meñique hasta el codo por jugar al churro, que tuvo un camión de juguete con el que destrozó las puertas de palacio, que vivía un poco asilvestrado sin pensar en nada más porque le consentían todo, pero era buen chico, y en suma, y por todo esto y más, tuvo una infancia en la que la felicidad de la mano del amor llegó. Únicamente nombraré a la de la mochila azul. Apolonia vivía cerca de Franci. Tenían la misma edad. Jugaban en su calle particular con ríos, bosques y lagos de cristal en una fortaleza invencible dedicada siempre a disfrutar. Cuando llegaron a la adolescencia, como estaba cantado, su amistad se tornó en un amor más grande que el amor de los mayores.

Cuadra tus hombros, nubla tu mente y listos para la inmersión en la pecera…

 Francidiomedes hizo la mili en la Marina, destinado en Madrid, que ya es por todos sabido que allí no hay playa, pero sí delegación en tierra firme

Un lector    

Una vez nos pilló el sargento Guindilla. Estábamos  yo, el asturiano, Moquete, el Tutankamon y Juancar aburridos  y fuimos a ver si metíamos judías en las

 

Una lectora

¡Historias de la puta mili! ¡Qué les han dado a todos los tíos de esa generación!

 

El mismo lector de antes

botas pero yo no quería porque me quedaba un mes pa la blanca

 

La lectora

¡Mírale, a lo suyo! ¿Tiene importancia el lugar?

 

Narrador

Relativa, por ampliarle horizontes y por adelantar hasta donde quería llegar.

 

El lector que sigue a lo suyo

Por cierto, ¿dónde hizo el campamento? Conocí yo a uno que era medio franchute  que me parece que es el Francidocles este

 

Narrador

Es un personaje de ficción.

 

El lector, ¡y dale!

que vivía con unos tíos

 

La buena lectora 

Este no se ha enterado de nada.

 

Narrador

No creas, igual más de lo que parece ¿Puedo seguir? ¿Va gustando el relato?

 

El lector intrigado

Si

 

La buena lectora aburrida

Si te empeñas…

 

Narrador

El que no quiera continuar puede dejar de leer…

 

El recluta Franci se pasaba los días escribiendo cartas que empezaban más o menos de este modo: «Querida Apolonia, llevo seis meses aquí, te echo de menos, no puedo vivir sin ti». Por las noches frecuentaba cutrebares de perdición, haciendo inmersiones arriesgadas en un programa en espiral y persiguiendo el mar en un vaso de ginebra, pongamos que hablo de que se dio a la bebida y al desenfreno de muy mala manera.

Cuando regresó a Cierzópolis una vez cumplido el servicio militar Apolonia estaba estudiando diseño en la Ciudad del guanchufrí al norte muy al norte, Londres por abreviar. Al principio se carteaban, pero ambos accionaron la tecla de pausa porque aquello no llevaba a nada de momento. Como Franci no tenía trabajo y se perdía en su habitación sin saber qué hacer pasando el tiempo en descifrar enigmas al compás de las horas, se apuntó a un curso de guitarra por correspondencia y se dejó crecer el pelo. Por efecto de un milagro hecho champú, de huevo para más señas, al poco tiempo pudo lucir una media melena de color verde puñeta. Además del cabello le brotó el talento, a su genuino y original modo, claro.          

Radomiro y Mariana decidieron que eso no podía seguir, no sólo había que lavarle, peinarle y domesticarle, tenían que hablar con él muy seriamente, pero no hizo falta porque el chico se les adelantó soltando en una comida, así sin preparación, un obús en dos frases como declaración de principios entre las papas con arroz y el bonito con tomate.      

Pásame la sal. Voy a ser una rock and roll star.

Mariana no se sorprendió porque a una madre no se le pasan esas cosas. Radomiro sí se quedó helado como si hubiese sido lanzado a Groenlandia, al Tibet o a los anillos de Saturno. Vosotros, lectores, ¿qué me contáis?, ya sé que lo veíais venir (¡si, si! –os escucho asentir de nuevo).

Podemos ser héroes

Franci grabó una maqueta con cuatro temas. Se pateaba las emisoras de radio intentando colar lo suyo. Iba a pinchar ocasionalmente a los bares de algún amigo. En El trabuco del Cucaracha, la conocida tienda de discos, también probó suerte. Vivía de noche y regresaba a casa después de desayunar con los barrenderos y las avecillas del parque. Tan ubicua se volvió su presencia en el mundillo de la ciudad que era invitado a cualquier evento musical o afín que hubiese, por el mero hecho de estar, hacer bulto y figurar. Fueron unos inicios efervescentes. Uno de sus temas logró cierta fama. Hablaba de un chico enamorado de una chica muy mona (ella) que descubría en el cielo gaviotas y pintaba estelas en el mar (él) mientras le esperaba (a ella) solo, (tris, o sea, solo, solo, solo) muy solo (él), en un muelle donde ningún barco de nombre extranjero a su amor le devolvía (ella allí), mientras sus ojos se les llenaban de amaneceres (a ambos). Las otras canciones de la maqueta eran loquísimas: una ensalzaba a una beldad llamada Marijuani que traía loco al protagonista, otra relataba la conversación que mantenía un chico con la «perfecto» de un escaparate, ¡se decían unas cosas, uf, lo nunca oído! y la última era instrumental, tocada con acompañamiento de castañuelas, campanillas y botes de garbanzos golpeados con una cucharilla. 

En Cierzópolis se celebró aquel año un concurso llamado Paso al que se pese. Era un certamen musical cuyo premio consistía en que el vencedor recibía su peso en chorizos parrilleros, salchichas a la brasa, chuletas de cordero y vino de garrafa, más una grabación en la antología de un sello independiente. Franci se envalentonó y buscó una banda en condiciones. Se presentaron como Diomedes y Los 45 (realmente eran cuatro o cinco, según los días. A los medios les explicaron que la cifra era por las rpm de los vinilos en formato de sencillo, pero la realidad atendía al ángulo que forma el brazo al empinar una litrona, y ellos se partían de risa cuando todos se creían lo primero). Ganaron. Después de acabar con las viandas, y una vez asimilado y digerido el éxito, empezaron a dar conciertos.

Tocaban por la jeta, tocaban por las birras, tocaban por el sexo y las drogas, tocaban en antros que a la luz del día parecían haber sido arrasados por una horda de hunos y la erupción de un volcán, tocaban en colegios mayores y en festivales promovidos por los ayuntamientos. Los músicos no eran malos aunque tenían mucho que aprender del negocio. Diomedes tenía una buena voz, alguna formación musical, muchas ideas bullendo en su cerebro y el dinero para invertir en instrumentos y gastos extraordinarios.

Mariana y Radomiro veían poco a Franci y colocaron una foto de él en la despensa porque en el salón no se atrevían. Su aspecto daba miedo a los vecinos y amigos cuando frecuentaban el hogar del greñas.

Se colocaron en la cresta de la ola y su fama llegó hasta oídos de una multinacional.

 Apuesta por el rock and roll

 Marcharon a la capital del reino en un coche alquilado. Fueron citados en el estudio, donde pintaban menos que un pingüino en un ascensor, pero no desentonaban entre faraónicas glorias reconvertidas a ritmos latinos, cantautores en pareja que ahí estaban viendo pasar el tiempo, jóvenes prodigios que ya no lo eran, un pianista marchoso, la Señorita Pepis, un grupillo de italodance que habían nacido también en el Mediterráneo con otra luz y otro olor a su acento, unos que versionaban temas verbeneros, ésta, esa y aquél que acumulaban y acumularían discos de metales diversos por los siglos de los siglos y una cuadrilla con inclasificable estilo que iban disfrazados de obreros espaciales (igual no eran músicos, a lo mejor iban a arreglar el aire acondicionado). Aquello era un desmadre. Entre el trikitrikitrikitriki, el ummm bandolero, el cocoguá, el yupi pati yupi pami, el obi oba, el hey, el salalalalá, arsa, híjole, assucar, lerelerele, lolailolailo, laralalala, ¡ahhh!, ¡ehhh!, ¡hihihi!, ¡ohhh! y ¡auuuuu!, el parecido con el camarote de los hermanos Marx y el arca de Noé no era casual.

El productor entró en el estudio para poner orden en todo ese jaleo. Era un señor con más pinta de arquitecto o boticario que de ideólogo musical. Pasaron el día entre bayonesas, porras, cafés, empanadillas, consomés de ave, callos y caramelos de miel con limón, (no, es mentira). Se fundieron entre todos un saco de cincuenta kilos de cubitos y tres cartones de rubio americano, con eso está todo dicho. Cada uno de los presentes grabó un tema. Diomedes se hizo con el personal destilando desparpajo porque cuando les preguntaron quién era su representante, los otros enmudecieron, y él tuvo que tomar la palabra aduciendo que se había quedado en casa con gripe. El resultado de aquel día fue un disco doble con un criterio de selección lamentable titulado «Exitazos vol.1» y unos interesantísimos contactos para el joven y su grupo, de los que en el futuro él personalmente sacó el mejor provecho.    

A final de año grabaron un LP incluyendo en el mismo el sencillo que les catapultó a la fama. Su público se amplió y no era extraño ver al pescadero tararear sus canciones entre calamares por aquí boquerones por allá o a las mamás, que de puro aguantar el tostón  de sus hijos en el tocata se habían aprendido los éxitos del momento, incluso algún grupo les gustaba de verdad, no los entendían totalmente pero les sonaban bien, y ese era el caso de Diomedes y los 45. El guitarra hacía unos solos cuando estaba inspirado que te llevaba en autopista hasta el infierno directamente. El batería era digno de ver en directo, a los platos no le ganaba ni el más afamado cocinero preparando una merluza a la vizcaína. El bajo lo tocaba una chica rubia que medía dos metros cinco y que por eso les miraba a todos por encima del hombro. Tenían un sintetizador envidiable porque había dos como ese en todo el país. Diomedes era el vocalista y tocaba ocasionalmente algún instrumento de su invención.

Comenzaron con los bolos, a tres actuaciones semanales durante nueve meses seguidos. Vivían en la carretera. A veces no sabían si estaban camino Soria, camino de la cama o dónde narices estaban. Su fama llegó hasta los confines del mundo, incluido el Londres donde vivía su muchacha de ojitos dormilones. 

Apolonia regresó con una intención llamada Franci. Cuando ella entró de nuevo en su vida, él se divorció del grupo de sus inicios (para qué les iba a poner nombres a todos si les quedaban dos párrafos de vida). Venía moderna y muy cambiada. Ya no era la niña de mirada cándida y mejillas encendidas por campos de fresas. Se ofreció como su representante para llevarle sus cosillas en un bolso gris y arroparle con una banda excepcional. Le facilitó contactos con varios músicos que no eran conocidos ni en su house a la hora del té, pero pasaban por unos virtuosos, porque ya se sabe que aquí todo lo que llega de fuera es mejor y el talento nacional hay que sudarlo en lágrimas. Del antiguo grupo sólo continuaron con él Seve el guitarrista y el sintetizador (que para eso lo había pagado Radomiro). Apolonia le ayudó también a refinar un poco su aspecto explotando las posibilidades de su físico, a encauzar su estilo y a definir el mensaje que quería transmitir con un género musical nuevo.

La nueva banda se llamó DIO (de Diomedes). Se tiraron por una mezcla de nueva ola, rock potente, aires folklóricos de diversa procedencia y cierta bruma hipnótica que lo envolvía todo. El público entraba en comunión en cada directo y ellos se encargaban de ofrecerles el pan de los ángeles reclamado. Sus seguidores no eran gente anciana bailando en la plaza del pueblo a ritmo de siete octavas porque dejaron de ser unos insolentes que ponían aires modernos en las fiestas patronales. Ahora llenaban estadios y grandes recintos a lo largo y ancho del mundo. El grupo vivía en un plano entendido únicamente por alumnos iniciados y mucho más jóvenes, con repercusión estratosférica. Mariana y Radomiro se atrevieron a poner sus fotos en el salón y asistían a sus inicios de gira. El tío estaba orgulloso y la tía se emocionaba incluso cuando escuchaba su música como fondo de un anuncio de piruletas. Pero… (siempre hay un pero y tengo que acabar con un redoble).

 Todo en la vida es como una canción

El club de fans oficial de DIO no estaba en el reino junto al mar donde vivió. El presidente era uno de su muy noble parentela que le había negado la regia cuna por considerarle un brujo nacido con el poder de la Luna y para que no le tachasen de simpatizar con el Demonio. Ahora que su niño se había convertido en el hombre de las estrellas en un firmamento igual de resplandeciente, le seguía en la distancia.

La muchedumbre de enfervorizados fans daba la vuelta al estadio de fútbol de Cierzópolis. Pese a la precipitación con que se organizó todo se superaron con creces las expectativas de asistencia estimadas. Varios furgones de policía intentaban poner orden. Allá donde se mirase había un mar de jóvenes que vestían como él, llevaban el pelo como él, se maquillaban como él y tenían su nombre escrito en la frente, tatuado en el pecho con un corazón y algunos en partes más íntimas de sus carnes que con reverencia se habían rendido a él. Dos autocares descargaron una nueva ola de seguidores. Los recién llegados corrieron para tomar el mejor sitio que podían al final, pero no serían los últimos de la fila porque durante lo que quedaba de mañana y hasta la apertura de puertas a las 19:30, vinieron más hinchas del rock. El inconfundible olor del alcohol y de los cigarrillos de marihuana lo invadía todo. Un grupo de chicas cantaba sus canciones con tanto entusiasmo que posiblemente cuando lo tuviesen que dar todo por el ídolo ya estarían afónicas. Varios oportunistas vendían botellines de agua condimentada y bocadillos de tortilla de patata, es un decir, porque invariablemente sólo les quedaban de chorizo, con una loncha transparente, pero cobrados como si llevasen medio kilo de jamón del bueno.

Los seguidores ya habían entrado en el estadio. Estaban en el trance electrizante de la música dándose un homenaje. Era un cartel impresionante compuesto por todos los que fueron, eran y aspiraban a ser. Por el escenario iban a pasar: Juanito, Jorgito y Jaimito, Rita y los Misceláneos, Manolito, Joselito, Lolo y Sebastián, La señorita Pepis, Los guasones del Isuela, La viuda negra, La dama blanca, El mago gris, La bruja rosa, La sota de bastos, Manga ranglán y, para cerrar el evento, los restos del naufragio de DIO. 

Diomedes había engullido a Franci entre las pastillas para dormir, las de despejarse, las energizantes, las vitamínicas y las alucinógenas. Acabaron con él haciendo que todo girase en torno a una estancia del hotel mientras danzaba entre el polvo de los ángeles que llamaron a su puerta para llevarle con una escalera hacia el cielo. 

Vivió deprisa, murió joven ascendiendo a la gloria desde la cima del Olimpo y dejó un bonito cadáver.

El fantasma del que hubiese sido rey apareció con corona y capa de armiño. Portaba una silla de acampada y después de dar varias vueltas al recinto se sentó donde le pareció oportuno, en la soledad de las últimas gradas, no disfrutando del silencio que se merecía, pero donde su corazón tendido junto a él estaba oculto de la luz de los focos. Santa Cecilia puso una lluvia ultravioleta sobre el escenario porque las tumbas son para los muertos y las flores para sentirse bien.


Playlist Spotify con mismo título de escucha interesante aunque no simultánea a la lectura.

Relato publicado en el nº 5 de la revista digital El Callejón de las Once Esquinas.