martes, 24 de septiembre de 2019

Otoño se escribe con eñe


            En el último año Toño había hecho realidad su sueño de viajar. Se había propuesto visitar varias ciudades españolas desconocidas para él ahora que disponía de más tiempo tras la jubilación, sí, las canas no impedían que al señor, los íntimos, le siguiesen llamando así. Exploró las fuentes del Miño, se embarró entre cañas y arrozales en La Albufera, desentrañó algunas leyendas castellanas, voló con el viento manchego, aguantó sin pestañear un ciclo de flamenco en Sevilla —que no entendió por mucho empeño que le puso—, saboreó ruinas y perniles extremeños y casi se despeña al contemplar un atardecer en un acantilado gerundense. Cuando su periplo le enseñó que ya no tenía años para trotamundos —al menos no en esas dosis de vértigo—, regresó, comprobando que la geografía en vivo, de grande se le había tornado en pequeña, y que la podía volver a constreñir en los libros que siempre habían sido su vida. Comprendió que sus ríos eran el Canal y sus montes los de Torrero.
            Septiembre comenzó lento y perezoso. Añoraba el mundo preñado de recuerdos que había quedado atrás pero lo pasó como pudo con pañuelos, licor de arañones y migrañas al atardecer. Una noche hacia final de mes la nostalgia arañó su corazón más de lo habitual. Por la mañana se levantó legañoso. En el baño, la imagen en el espejo le devolvió una sensación extraña. Tomó una decisión. Desayunó, cogió su viejo maletín —antes hinchado como un buñuelo, pero ahora bastante más flaquito— y salió temprano porque le apetecía pasear. Llegó hasta el colegio. Toño se convirtió de nuevo en don Antonio, nombre que solo allí empleaban los niños y compañeros. No le dio vergüenza que las lágrimas empañasen sus ojos. Ese día no se acercó mucho. Contempló cómo los alumnos más pequeños eran acompañados hasta el interior, cómo se apiñaban en las filas, cómo sonaba el timbre dando la señal. Se le pasó el tiempo con ese sonido, repetido una docena de veces desde las 8:30 hasta las 17:00, y cuando esa hora tan torera le apuñaló sin piedad como asta de toro, indicando que el día había muerto para él, abandonó el lugar.  
            A partir de entonces las visitas se convirtieron en costumbre. Acuñó un valor del que al principio carecía. Cogiendo confianza se fue atreviendo a deambular por las distintas dependencias como si tal cosa. A mitad de octubre comenzaron a notar su presencia. Cuando el humor se adueñaba de su ser pintaba letras que brillaban como estaño en una pizarra, siempre formando algún mensaje cariñoso que ponía una sonrisa en los labios de los niños al entrar en el aula. Una vez, en mitad de una clase, se escuchó una voz misteriosa recitando con qué limitaba España por el norte. En otra ocasión, corrigió con un susurro a una niña que en un examen había puesto el Cabo de Peñas en A Coruña. La gota que colmó el vaso fue cuando, una mañana que se sintió creativo, encontraron en el patio una enorme tau formada con piñas, cañas y tallos leñosos. ¡Aquello ya pasaba de castaño oscuro! Hubo que informar a dirección. El asunto se debatió, aunque no se llegó a ninguna conclusión. Todo el mundo en el colegio conocía la existencia del espectro de don Antonio. Le daba un cierto aire de melancólico misterio al lugar, y como era inofensivo, hasta se sentían orgullosos. Sin embargo, nadie que no fuese a los capuchinos del barrio debía saberlo antes de formalizar la matrícula. Es el secreto mejor guardado que jamás se ha visto entre aquellos muros.
            Cuando ya se acerca Halloween, —que no era del gusto general en décadas pasadas, pero hay que ir con los tiempos, además de potenciar el bilingüismo—, los niños pintan brujillas, calabazas, arañas, y cómo no podía ser de otra manera, fantasmas con el rostro del viejo profesor, que en lugar de arrastrar cadenas va cargado con montañas de libros y caramelos de dulces palabras.
Será que llega el otoño.   






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