En
el último año Toño había hecho realidad su sueño de viajar. Se había propuesto
visitar varias ciudades españolas desconocidas para él ahora que disponía de
más tiempo tras la jubilación, sí, las canas no impedían que al señor, los
íntimos, le siguiesen llamando así. Exploró las fuentes del Miño, se embarró
entre cañas y arrozales en La Albufera, desentrañó algunas leyendas
castellanas, voló con el viento manchego, aguantó sin pestañear un ciclo de
flamenco en Sevilla, que no entendió por mucho empeño que le puso, saboreó
ruinas y perniles extremeños, casi se despeña al contemplar un atardecer en un
acantilado gerundense, y cuando su periplo le enseñó que ya no tenía años para
trotamundos, al menos no en esas dosis de vértigo, regresó, comprobando que la
geografía en vivo, de grande, se le había tornado en pequeña, y que la podía volver a constreñir en los
libros que siempre habían sido su vida, pues comprendió que sus ríos eran el
Canal y sus montes, los de Torrero.
Septiembre
comenzó lento y perezoso. Añoraba el mundo preñado de recuerdos que había
quedado atrás pero lo pasó como pudo con pañuelos, licor de arañones y migrañas
al atardecer. Hacia el final del mes, una noche, la nostalgia arañó su corazón
más de lo habitual. Por la mañana se levantó legañoso. En el baño, la imagen en
el espejo le devolvió una sensación extraña. Tomó una decisión. Desayunó, cogió
su viejo maletín, antes hinchado como un buñuelo pero ahora bastante más
flaquito, y salió temprano porque le apetecía pasear. Llegó hasta el colegio. Toño
se convirtió de nuevo en don Antonio, nombre que solo allí empleaban los niños
y compañeros. No le dio vergüenza que las lágrimas empañasen sus ojos. Ese día
no se acercó mucho. Contempló cómo los alumnos más pequeños eran acompañados
hasta el interior, cómo se apiñaban en las filas, cómo sonaba el timbre dando
la señal. Así se le pasó el tiempo con ese sonido, repetido una docena de veces
desde las 8:30 hasta las 17:00, y cuando esa hora tan torera le apuñaló sin
piedad como asta de toro, indicando que el día había muerto para él, abandonó
el lugar.
A
partir de entonces las visitas se convirtieron en costumbre. Acuñó un valor del
que al principio carecía, y cogiendo confianza, se fue atreviendo a deambular
por las distintas dependencias, como si tal cosa. A mitad de octubre comenzaron
a notar su presencia. Cuando el humor se adueñaba de su ser, pintaba letras que
brillaban como estaño en una pizarra, siempre formando algún mensaje cariñoso
que ponía una sonrisa en los labios de los niños al entrar en el aula. En mitad
de una clase, una vez, se escuchó una voz misteriosa recitando con qué limitaba
España por el norte; en otra ocasión corrigió, con un susurro, a una niña que
en un examen había puesto el Cabo de Peñas en A Coruña; pero la gota que colmó
el vaso fue cuando, una mañana, y sintiéndose creativo, encontraron en el patio
una enorme tau formada con piñas, cañas y tallos leñosos. ¡Aquello ya pasaba de
castaño oscuro! Hubo que informar a dirección. El asunto se debatió pero no se
llegó a ninguna conclusión, y se dejaron las cosas como estaban. Todo el mundo
en el colegio conocía la existencia del espectro de don Antonio, pero esto le
daba un cierto aire de melancólico misterio al lugar, y como era inofensivo,
hasta se sentían un poco orgullosos del valor añadido, eso sí, era una cosa que
no habría de salir de allí y nadie que no fuese a los capuchinos del barrio
debía saberlo, era el secreto mejor guardado que jamás se vería entre aquellos
muros.
Cuando
ya se acercaba Halloween, que no era del gusto general pero había que ir con
los tiempos y hacer concesiones al bilingüismo, los niños pintaron brujillas,
calabazas, arañas, y cómo no podía ser de otra manera, fantasmas con el rostro
del viejo profesor, que en lugar de arrastrar cadenas iba cargado de montañas
de libros y de caramelos de dulces palabras.
Será que llega el otoño.