El Teatro Principal de Zaragoza estaba repleto de aspirantes: un romano de Caesaraugusta, una chica con una maceta de albahaca, un paleontólogo de Dinópolis y cientos de personajes característicos. Él llevaba el número 321 pegado a la cota de malla de mithril. Le pidieron empezar con una jota y no se sabía ninguna. Le propusieron algo de Los trovadores del Ebro, pero ni los conocía.
—¿Sabes cantar al menos? —interrogó una voz
desde el patio de butacas.
—Por supuesto —respondió encogiéndose de
hombros—, aunque no entiendo estas pruebas.
—Está claro, caballero. La audición es para «Cántame la Historia de Aragón». ¿Cuál es el problema?
—¡Collons! —soltó estupefacto llevándose la
mano a la frente—. ¿Que no es para un tenor ligero en «El Senyor dels Anillos,
el musical?
—El siguiente —resonó en sus oídos mientras
abandonaba el lugar como un rey privado de su corona y sumamente enfadado con su
agente —. Ya te llamaremos.
Pese al vergonzoso malentendido, sí volvieron a citarle en menos de una semana. A la productora, dama del smial de la STE en la capital maña, le impresionó cómo fue capaz de evocar a un tipo entre Aragorn y Alfonso I el Batallador, además del donaire en el vestuario, en especial las calzas, que llevaba muy bien puestas ciñendo espada.