Ese lunes de 1740
Nápoles amaneció con una lluvia silenciosa pero abundante deslizándose desde
los tejados hasta las cloacas, formando surcos lacrimógenos en el rostro de una
ciudad tan maquillada que el rubor de sus pómulos competía en color con la
púrpura eclesiástica y el carmesí de sus labios con los impúdicos lazos en las
enaguas de una puta.
Los madrugadores apretaban
el paso para dirigirse a sus tareas. Pocos se detuvieron a contemplar con
insana curiosidad el cadáver de un hombre que apareció en la bahía. Estuvo chocando a la deriva contra los cascos
de los navíos un buen rato. Su panza hinchada le hacía parecer un cachalote
desorientado. Finalmente, los empleados de Sanidad echaron una red y le
pescaron. El cuerpo no ayudó mucho y los cuatro brazos de los trabajadores no
se mostraron muy expertos. El resultado fue que cayó boca abajo en una postura
nada digna. Llevaba un cordón franciscano al cuello, con el que parecía haber
sido estrangulado, y tenía una herida de bordes macerados por los que asomaban,
flotando también, un par de costillas. Para redondear la escena, le taparon con
una manta raída y corta. Si le cubrían la cabeza, no le llegaba más allá del muslo
de la pierna derecha. El lugar de la izquierda lo ocupaba un palitroque
torneado con esmero y capullos de rosas, aunque un madero al fin y al cabo. No
había duda. Era el maestro Nicola Sardine del Conservatorio de San Onofre. Si
el muerto hubiese sido un pequeñuelo de la calle, algún marinero o una
florista, el asunto se habría olvidado antes del almuerzo, pero tratándose del
honorable músico, todo cambiaba. Por ese motivo mandaron recado a su amigo y
colaborador, el libretista Pietro Biscotto. Llegó cuando la víctima era
depositada en un carretón como una marioneta al final del espectáculo es
arrojada a su caja. A pesar de que los operarios no estaban para perder el
tiempo porque querían marcharse a otro trabajo más de su agrado, no
despreciaron las monedas que les entregó con las instrucciones de dónde debían
trasladarle: al hospital del orfanato donde fue acogido de niño, preguntando
allí por el médico Peppino Cetriolino. En la mañana napolitana quedaron
impresos para la eternidad los oropeles de la fama en pentagrama, pero su fortuna
había desaparecido tiempo atrás, devolviéndole a sus humildes orígenes. Pietro
comprendió que debería encargarse del enterramiento. Con la excusa de recaudar
fondos decidió ver a varios conocidos comunes, para de paso, investigar por su
cuenta.
La primera persona que
recibió su visita fue Andreina Croccheta, ahora ya viuda del banquero
Curniciello, la principal impulsora de la carrera de Maese Sardine, como llamaba
en sociedad a su protegido. Él compuso bajo ese mecenazgo sus mejores óperas representadas
en los teatros más prestigiosos; también oratorios y cantatas que resonaron en
imponentes templos. Ella intercedió para que le concediesen el puesto en el
Conservatorio después de que la enfermedad que se llevó su pierna y el largo
reposo posterior enfriaron a críticos y público. Salvó su declive. Se sentía
culpable porque ya entonces le había abandonado por Giovanni Mandorla, Mandarino,
el célebre castrado, alumno de él y al que, para mayor ironía, el músico aupó hasta
granjearle los favores de los nobles napolitanos y en especial, también los de
Andreina.
—¿Cómo tu presencia tan
temprano, querido amigo? ─dijo cordial entrando en el saloncito donde le había
hecho esperar. Por lo inusual de la hora y la preocupante gravedad que denotaba
su semblante intuyó una respuesta extraordinaria— Sentémonos.
—Nicola ha sido
encontrado muerto al amanecer.
—¡Santa María! —exclamó ella abriendo los ojos y santiguándose. A continuación, sufrió un
ligero desvanecimiento que dejó laxa su espalda y le hizo reclinarse en el
respaldo con la cabeza ladeada. Cuando se repuso, comenzó a sollozar estrujando
un pañuelo, como intentando sacarle los hilos del pasado, para rememorarlo con
la inmediatez de un relámpago y tejerlos de nuevo si hubiese sido posible.
—No quería que te
enterases por otro medio.
—Fuimos felices. Me
apenaba su melancolía de estos años. Se centró en la escuela de canto y lo
demás no le importaba. No nos veíamos tanto como hubiese deseado.
—Lo sé. Yo le seguía tratando
con frecuencia.
—Has sido su apoyo. Es
de agradecer todo lo que has hecho por él ¡Y qué partida tan repentina! No
sabía que se hallase enfermo.
—Su alma era joven,
pero estaba marchita. Ahora florecía, por fortuna. Tenía un encargo para el
cumpleaños de la reina —puntualizó Pietro y se quedó en silencio buscando las
palabras adecuadas para continuar—; sin embargo… una enfermedad no fue lo que
le llevó al abrazo de la muerte, Andreina. Le advertía a menudo sobre las
consecuencias de frecuentar los muelles con una asiduidad enfermiza.
—¿Qué me ocultas?
—Su cuerpo fue
encontrado flotando en las aguas de la bahía, asesinado.
—¿Asesinado? ¡Madre
mía! Si le asaltaron con intención de robarle, se habrán llevado flojo botín,
otro motivo no se me ocurre. ¿Quién acabaría con su vida?
—Eso me gustaría saber
y me hago la misma pregunta. ¿Tenía algún enemigo?
—Lo desconozco,
declarados, al menos no, mas la envidia es uno de los peores estigmas en el
mundo del arte.
—No solo en ese
círculo. Por mi parte he intentado frenar el escándalo, pero me temo que será
una cantidad insuficiente para sellar los labios murmuradores. No podía
permitir que terminase en la piscina de los indigentes y espero que, según mis
indicaciones, le hayan llevado para que repose en tierra santa bajo la iglesia
del Loreto.
—Estoy de acuerdo. Se
lo debemos. Yo correré con los gastos, no dejes de informarme.
—Debo partir.
Confundido me hallo.
—Consternada me quedo.
Adiós.
—Adiós.
El libretista encaminó
sus pasos hasta la residencia de Julio Zucchini, el Asesor de Fastos y
Celebraciones del rey Carlos, para comunicarle la muerte en tan horribles circunstancias
del maestro y pedir su silencio, suplicando si era preciso. Estaba a pocos metros de la entrada cuando Mandarino
salió del edificio rápidamente dispuesto a montar en su carruaje parado al pie
de las escalinatas, sin percatarse de su presencia. Era el último sitio donde esperaba
encontrarle. Habría interpretado mejor papel en casa de su adorada Andreina
acompañándola y mitigando su dolor. Pietro vio perdida la oportunidad de hablar
con él porque la calle es indiscreta por principio, no obstante, un hecho inesperado
le hizo reconsiderar si abordarle o no. El cantante fue interceptado por la
mano extendida del miembro de una orden mendicante. Para quitárselo de encima
le dio unas monedas sin apenas mirarle a la cara. El pedigüeño le expresó su
agradecimiento con palabras mal moduladas, tono estridente y oscuros matices
vocales. Fueron unos segundos tras los cuales Pietro decidió no delatar su
presencia y dejó marchar al primo uomo.
Durante la ascensión hacia la puerta se fue preguntando qué asunto habría ido a
tratar allí el excelso Mandarino.
Julio Zucchini le
recibió de inmediato en su gabinete.
—Señor Biscotto —dijo
con educación levantándose de la silla—, es un placer verle. ¿Cuándo podremos
disfrutar de su talento de nuevo? ¡Mons
Vesuvius fue realmente delicioso!
—No todo el mérito es
mío —contestó intentando mostrar un tono intermedio entre la humildad y la
falsa modestia—, no le quite importancia a la música. Me gustó la orquestación de
Piccolo Merluzzo, y a él también mis poemas.
—Sabe que en la corte
se les aprecia.
—De lo cual estoy muy
agradecido por la parte que me corresponde.
—Dígame, si hace el
favor —dijo Julio poniendo final al tiempo de los halagos—, ¿qué le trae por
aquí?
—Si, precisamente le
quería hablar de un asunto relacionado con la próxima celebración del
cumpleaños de la reina, pero es un tanto delicado y solicito de antemano su
discreción.
—Hable sin temor.
—Nicola Sardine ha
sido asesinado.
—Ya conocía la
noticia. Tengo mis propios informadores.
—Supongo que sabe entonces
dónde y en qué condiciones se ha encontrado el cuerpo.
—Cierto.
—¿Significa eso un
cambio de programa? Le comunico que la obra no está terminada.
—En palacio se eligió
a maese Sardine porque Merluzzo estaba en Viena. María Amalia se alegrará
porque ahora se lo tendrán que encargar inevitablemente a él, lo cual significa
que compondrá arias de ornamento o una serenata de tono elegante para
lucimiento de Mandarino, por el que su majestad siente verdadera admiración. El
rey no es muy aficionado a la música, pero quiere sorprender a su esposa. Como
ve, problema resuelto.
—Entiendo.
—Me adelanto a la
pregunta que no se atreve a formular: ¿qué pasa con Nicola? Me temo que es
mejor recordar sus magníficas obras y su extraordinaria labor en el
conservatorio. Dejaremos pasar un tiempo para que ambos aspectos prevalezcan
sobre el luctuoso acontecer de su muerte.
—Será enterrado en la
iglesia del Orfanato de Santa María de Loreto, si no se dispone lo contrario.
—Nos parece correcto.
Le expreso mi pesar, habida cuenta de la amistad que les unía. ¿Se le ofrece
algo más?
—No. Gracias, señor Zucchini.
Pietro se marchó con varias
respuestas y otras dudas mucho más preocupantes sonando dispersas en su cabeza
como notas musicales sin terminar de armonizarse. En la calle de nuevo, el
cielo era plomizo y la luz filtrada a intervalos entre las nubes iluminaba de
forma confusa los soportales de la plaza. Parecía el preludio del ocaso en
lugar de media mañana. Se unió al nutrido grupo de personas que se refugiaban
en los porches. El fraile continuaba pidiendo con monótona cantinela para los huérfanos
y otros menesterosos. Caminaba saltando charcos y sacudiendo los faldones de su
hábito empapado con la energía de una muchacha bailando una tarantela, lo que
no dejaba de tener cierta gracia, aunque su rostro no tenía nada de
humorístico, todo lo contrario. Era de rasgos en extremo femeninos, imberbe y
con mandíbula proporcionada que convergían en un delicado mentón. Lo más
llamativo de su cara eran unos azules ojos donde se reflejaban gélidos abismos de
un mar borrascoso, faros siguiéndole incluso cuando las columnas se interponían
opacas en el haz de su mirada. Esta insistencia provocó en Pietro una aversión
hacia el joven a la que no supo dar explicación. Sin saber por qué, se lo
imaginó con una peluca empolvada ocultando sus cabellos trigo tostado
tonsurados, y así fue como le recordó a Mandarino. Como él, éste sin duda
también era un castrado. La diferencia estaba en que la suerte no había tocado
a los dos por igual. Mientras Giovanni Mandorla se sometió a la cruel operación
pasada la pubertad, (decía que para salvar su vida después caer desde lo alto
de una higuera), el desgraciado franciscano habría sido intervenido de niño,
como muchos otros, pero cuando se desarrolló no consiguió los mismos resultados
en sus cuerdas vocales. Al menos la vía religiosa le auguraba una existencia menos
lastimosa que el arroyo y moralmente más aceptable. ¡Tantos infantes morían a
manos de medicuchos y barberos! Ser un superviviente no bastaba para sacar a la
familia de la pobreza y ocupar un papel protagonista en la tragicomedia elegida.
Pietro abandonó esas
sensaciones porque la imagen del cadáver de Nicola le asaltó, apremiante, para
recordarle que buscase un cochero y saliese de la ciudad, más allá de la
muralla, con objeto de comprobar si su cuerpo había llegado a la morada final.
La Congregación de
Santa María de Loreto comprendía varios edificios en el llano: el monasterio
con su iglesia, los jardines, el orfanato y el hospital. Un poco más retirados,
donde la ladera de la colina ascendía entre pinos, estaban la granja y el
taller de alfarería dependientes de la orden. Pietro se apeó en el patio del
centro sanitario. Sabía perfectamente
dónde estaban las salas de curas y las de reposo, pero giró por un pasillo en
forma de túnel para entrar en el mortuorio.
—Mandé hacer su pierna
al mejor carpintero de la ciudad —dijo Peppino secándose las manos en una tela
parda colgada de un gancho cuando vio por el rabillo del ojo al recién
llegado—, ¿no lo sabías?
—No. Siempre contaba
que se la ganó a las cartas a un mercader turco, y juraba que era de madera de
sándalo de un palacio árabe. A mí nunca me contó una versión distinta. Nadie le
creía, pero le reíamos la ocurrencia.
—¡Cuánta imaginación
derrocháis los artistas! —remató, esta vez volviéndose hacía él—, ¿cómo estás
Pietro?
—Triste y
desconcertado. Han pasado solo unas horas. No me lo explico.
—Me he quedado helado
cuando he visto que era él, pero es mi trabajo.
—Ya ves, el mío
escribir en verso hazañas de héroes, caballeros y personajes lejanos en el
lugar y el tiempo, muertos también, al fin y al cabo.
—Para alabanza y
gloria de su nombre —recalcó el médico.
—Es lo que espera el
que paga. Si se parecen a quien me entrega unos escudos a cambio de sus
delirios de grandeza, mucho mejor. Nicola cayó en desgracia por no tocar las
teclas que debía en cierto momento.
—La adulación y la
falsedad mueven este mundo y él era demasiado íntegro como para halagar a quien
despreciaba.
—Pero como músico era
admirable, y como maestro todavía más, por eso era tan estricto con sus
pupilos. ¡Cuántos de los que ahora están de moda le deben todo lo que son y
solo murmuran vilipendios a sus espaldas! ¡Asquerosos desagradecidos!
—¿Crees que alguno ha
podido llegar tan lejos? ¿Tanto como para matarle?
—¿Tú qué crees? ¿Me
puedes dar alguna idea después de ver su cuerpo?
—Verás, Nicola no
murió estrangulado con el cordón que llevaba al cuello, no tiene marcas de ello,
ni tampoco ahogado en el mar. La herida del costado es profunda pero no parece
de un acero. Da la impresión de haber sido causada por el golpe contundente con
un objeto romo. También presenta multitud de moratones en el pecho, la espalda
y el abdomen. Y hay dos cosas que me han llamado la atención: tenía un líquido
negruzco y espeso en ambos oídos, como cera licuada o más bien consistencia de
miel para ser más exacto y le arrancaron las uñas de los dos meñiques.
—Se ensañaron con él.
No descarto una venganza, pero ¿de quién?
—Pregúntate quién gana
con su muerte o quién se alegrará de ella.
—Eso intento hacer. Me
llena todavía de más dudas para llegar al porqué. Te agradezco la sinceridad, y
aunque ahora no me lo parezca, creo que esta conversación me será de gran
ayuda.
—Es lo mínimo que
puedo hacer.
—Desearía que te
encargases de algo más. Le hubiese gustado reposar en cristiano y no hay dinero
para una capilla. Andreina se ha comprometido a pagar algo discreto.
—¡Andreina! ¡Menuda gripia!
Destrozó el corazón de Nicola, y él siempre volvía a sus brazos con el menor
gesto zalamero de ella, hasta que la evitó definitivamente, ¡y se las sigue
dando de alma dulce y compasiva!
—Era su intermedio,
como lo que le gusta al pueblo para huir de la rigidez y los ornamentos sobre
frases reiterativas. ¡Quién no quiere un diálogo de verdad para variar!
—Pero la ópera no es
para el pueblo —matizó el médico con una sonrisa que contagió al otro—, nunca lo
será. Hay que saber hasta donde uno puede aspirar y no vivir de ilusiones. Te
sugiero no descartar la entrepierna de La Croccheta para empezar a escribir el libreto.
A lo mejor desde allí puedes atar algunos hilos.
—Lo tendré en cuenta. Me
marcho. Adiós, Peppino.
—Ve con Dios. Ten
cuidado.
—Hasta la vista.
Pietro Biscotto
regresó para almorzar en su casa y descansar del ajetreo. Estaba claro quiénes ganaban
con la muerte de Nicola, pues había más de uno. Andreina le sacaba
definitivamente de su vida; de este modo ya no la pondría en evidencia ni se
debería encargar como madre amantísima de su cuidado en la sombra, cubriendo
sus deudas de juego y lamiendo sus heridas de vez en cuando. Tal vez era mejor
actriz de lo que pensaba porque ya hasta dudaba de la sinceridad de su pena, a
pesar de eso, no era un motivo suficiente para maquinar su asesinado. Lo que sí
encajaba mejor sin salir de los intrincados pasillos de aquella casa era la
figura de Mandarino. Sentía hacia él unos celos justificados, sentimental y
artísticamente hablando. Si le quitaba de en medio, continuaría medrando a su
libre albedrío con el compositor que más le agradaba, no con el hombre
irascible para con su persona, justificado también, al que no podía evitar ver
como el profesor de su adolescencia, sometiéndole a interminables ensayos hasta
caer exhausto. El muchacho rebelde se había convertido en un arrogante
intérprete y un amante burlado. Un móvil pasional al estilo neoclásico por sus
matices diferenciadores. En segundo lugar, Pietro sopesó la oscuridad que
salpicaba el ambiente artístico del siglo de las luces. Rivales tenía, pero ya
en los últimos años Nicola no suponía una competencia preocupante como para
hacer sombra a los Merluzzo de turno de la escuela italiana, ni para los de la
alemana, francesa o inglesa. Su momento de esplendor había pasado. Ahora era el
referente venerable pero no deslumbrante. No tenía nada nuevo que aportar. Los
motivos económicos no los descartó a priori. Se le ocurrió el hipotético caso
de que le arrebatasen la vida en lugar de la bolsa por alguna cantidad prestada
sin devolver, hasta que llevo al límite de la paciencia al acreedor. Podía ser.
El lugar sórdido de su
muerte, (bueno, de su muerte no, porque Peppino mencionó que no había fallecido
por ahogamiento), denotaba que conocían sus andanzas. Cuando el galeno le negó
las medicinas para los dolores de sus piernas, él supo dónde conseguir algún
sustitutivo más potente. El asesino podía ser alguien al que Pietro no conocía.
Y volvió al motivo. ¿Y
si no lo había? Debía haberlo. Entonces se le ocurrió también que Nicola
Sardine pudo ser víctima de una desafortunada casualidad, encontrándose en el
lugar y el tiempo inoportuno para la venganza a manos de un justiciero indiscriminado,
ejecutor de un castigo aleccionador y ejemplarizante. Debería ir al barrio de
la bahía.
Bien avanzada la
tarde, se cubrió con una capa gruesa y puso rumbo a los muelles. Los faroles de
las tabernas alumbraban mortecinos el mínimo círculo de empedrado frente a las
puertas que con ese reclamo ponían una isla de calor en los lóbregos callejones
de almacenes cerrados. Media docena de chavales desarrapados simulaban pelearse
junto a unos cajones por el hecho de si entraban o no donde un tal «padre
Francesco». Dos decidieron ir y los restantes se dispersaron. Siguió con
curiosidad a la pareja hasta un modesto edificio con el símbolo de la cruz en
las contraventanas. Dentro se escuchaba cantar. No eran el coro de la catedral,
pero lo hacían de un modo más que aceptable. Entró y se sentó en un banco
lateral bastante al fondo. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que quien
dirigía a los muchachos era el franciscano mendicante de esa misma mañana.
Cuando terminaron la pieza que estaban interpretando y éste se volvió, al ver a
Pietro abandonó el atril y echó a correr intentando llegar a la calle por una
puerta lateral. Esa reacción le incitó a seguirle y consiguió interponerse
entre él y la salida. El religioso cambió su rostro tenso por uno que
demostraba falsa serenidad.
—Buenas noches,
hermano.
—Buenas noches —contestó él.
—He sentido curiosidad
al oír música desde fuera. ¿Preparan algún canto para la iglesia?
—Ensayamos para la
fiesta de San Genaro.
—Entonan bien los
muchachos, soy músico.
—Sé quién es.
—Algunos de ellos
podrían recibir clases de canto.
—Casi todos tiene una
formación musical. Son huérfanos echados del hospicio cuando se hacen mayores.
—¿Y viven aquí?
—No. Son hijos de la
calle. Intento que continúen sus estudios y aprovecho las cualidades de
algunos, pero es difícil hacer catequesis con el estómago vacío.
—No comprendo por qué fueron
expulsados.
—En Nápoles hay muchos
pobres, demasiados. Allí están bien alimentados, pero si no sirven, si fracasan
cuando crecen y su voz no es la esperada, como la mía, no valen el pan que les
alimenta.
—Es cruel.
—También lo son los maestros
que han tenido y los barberos que les operaron.
—¿Considera que ellos
tienen la culpa? Cada caso será distinto…
—Hace muy poco me
dijeron algo parecido —contestó dirigiendo su mirada hacia una repisa donde
estaba la estatua de un querubín.
Un ángel de mármol que
lloraba sangre. Un bello ángel vengador.
Pietro no supo en ese
momento de quién era la sentencia que había leído en algún sitio, pero mientras el
franciscano y su cuadrilla de muchachos le agarraban por brazos y piernas,
recordó exactamente cada una de las palabras, al tiempo que la vida le abandonaba
y caía el telón.
La música puede provocar diversos estados de ánimo transitorios,
como satisfacción, euforia, alegría, gozo, pena y más,
pero es incapaz de modificar un comportamiento humano, aunque sí inducirlo.
Publicado en el nº 12 de la Revista El Callejón de las Once Esquinas. Diciembre de 2019