lunes, 28 de noviembre de 2022

LA CIUDAD DE LAS QUINIENTAS CÚPULAS

 

Ese lunes de 1740 Nápoles amaneció con una lluvia silenciosa pero abundante deslizándose desde los tejados hasta las cloacas, formando surcos lacrimógenos en el rostro de una ciudad tan maquillada que el rubor de sus pómulos competía en color con la púrpura eclesiástica y el carmesí de sus labios con los impúdicos lazos en las enaguas de una puta.
Los madrugadores apretaban el paso para dirigirse a sus tareas. Pocos se detuvieron a contemplar con insana curiosidad el cadáver de un hombre que apareció en la bahía.  Estuvo chocando a la deriva contra los cascos de los navíos un buen rato. Su panza hinchada le hacía parecer un cachalote desorientado. Finalmente, los empleados de Sanidad echaron una red y le pescaron. El cuerpo no ayudó mucho y los cuatro brazos de los trabajadores no se mostraron muy expertos. El resultado fue que cayó boca abajo en una postura nada digna. Llevaba un cordón franciscano al cuello, con el que parecía haber sido estrangulado, y tenía una herida de bordes macerados por los que asomaban, flotando también, un par de costillas. Para redondear la escena, le taparon con una manta raída y corta. Si le cubrían la cabeza, no le llegaba más allá del muslo de la pierna derecha. El lugar de la izquierda lo ocupaba un palitroque torneado con esmero y capullos de rosas, aunque un madero al fin y al cabo. No había duda. Era el maestro Nicola Sardine del Conservatorio de San Onofre. Si el muerto hubiese sido un pequeñuelo de la calle, algún marinero o una florista, el asunto se habría olvidado antes del almuerzo, pero tratándose del honorable músico, todo cambiaba. Por ese motivo mandaron recado a su amigo y colaborador, el libretista Pietro Biscotto. Llegó cuando la víctima era depositada en un carretón como una marioneta al final del espectáculo es arrojada a su caja. A pesar de que los operarios no estaban para perder el tiempo porque querían marcharse a otro trabajo más de su agrado, no despreciaron las monedas que les entregó con las instrucciones de dónde debían trasladarle: al hospital del orfanato donde fue acogido de niño, preguntando allí por el médico Peppino Cetriolino. En la mañana napolitana quedaron impresos para la eternidad los oropeles de la fama en pentagrama, pero su fortuna había desaparecido tiempo atrás, devolviéndole a sus humildes orígenes. Pietro comprendió que debería encargarse del enterramiento. Con la excusa de recaudar fondos decidió ver a varios conocidos comunes, para de paso, investigar por su cuenta.
La primera persona que recibió su visita fue Andreina Croccheta, ahora ya viuda del banquero Curniciello, la principal impulsora de la carrera de Maese Sardine, como llamaba en sociedad a su protegido. Él compuso bajo ese mecenazgo sus mejores óperas representadas en los teatros más prestigiosos; también oratorios y cantatas que resonaron en imponentes templos. Ella intercedió para que le concediesen el puesto en el Conservatorio después de que la enfermedad que se llevó su pierna y el largo reposo posterior enfriaron a críticos y público. Salvó su declive. Se sentía culpable porque ya entonces le había abandonado por Giovanni Mandorla, Mandarino, el célebre castrado, alumno de él y al que, para mayor ironía, el músico aupó hasta granjearle los favores de los nobles napolitanos y en especial, también los de Andreina.
¿Cómo tu presencia tan temprano, querido amigo? ─dijo cordial entrando en el saloncito donde le había hecho esperar. Por lo inusual de la hora y la preocupante gravedad que denotaba su semblante intuyó una respuesta extraordinaria— Sentémonos.
Nicola ha sido encontrado muerto al amanecer.
¡Santa María! —exclamó ella abriendo los ojos y santiguándose. A continuación, sufrió un ligero desvanecimiento que dejó laxa su espalda y le hizo reclinarse en el respaldo con la cabeza ladeada. Cuando se repuso, comenzó a sollozar estrujando un pañuelo, como intentando sacarle los hilos del pasado, para rememorarlo con la inmediatez de un relámpago y tejerlos de nuevo si hubiese sido posible. 
—No quería que te enterases por otro medio.
Fuimos felices. Me apenaba su melancolía de estos años. Se centró en la escuela de canto y lo demás no le importaba. No nos veíamos tanto como hubiese deseado.   
Lo sé. Yo le seguía tratando con frecuencia.
Has sido su apoyo. Es de agradecer todo lo que has hecho por él ¡Y qué partida tan repentina! No sabía que se hallase enfermo.
Su alma era joven, pero estaba marchita. Ahora florecía, por fortuna. Tenía un encargo para el cumpleaños de la reina —puntualizó Pietro y se quedó en silencio buscando las palabras adecuadas para continuar—; sin embargo… una enfermedad no fue lo que le llevó al abrazo de la muerte, Andreina. Le advertía a menudo sobre las consecuencias de frecuentar los muelles con una asiduidad enfermiza.
¿Qué me ocultas?
Su cuerpo fue encontrado flotando en las aguas de la bahía, asesinado.
¿Asesinado? ¡Madre mía! Si le asaltaron con intención de robarle, se habrán llevado flojo botín, otro motivo no se me ocurre. ¿Quién acabaría con su vida?
Eso me gustaría saber y me hago la misma pregunta. ¿Tenía algún enemigo?
Lo desconozco, declarados, al menos no, mas la envidia es uno de los peores estigmas en el mundo del arte.
No solo en ese círculo. Por mi parte he intentado frenar el escándalo, pero me temo que será una cantidad insuficiente para sellar los labios murmuradores. No podía permitir que terminase en la piscina de los indigentes y espero que, según mis indicaciones, le hayan llevado para que repose en tierra santa bajo la iglesia del Loreto.
Estoy de acuerdo. Se lo debemos. Yo correré con los gastos, no dejes de informarme.
Debo partir. Confundido me hallo.
Consternada me quedo. Adiós.
Adiós.
El libretista encaminó sus pasos hasta la residencia de Julio Zucchini, el Asesor de Fastos y Celebraciones del rey Carlos, para comunicarle la muerte en tan horribles circunstancias del maestro y pedir su silencio, suplicando si era preciso.  Estaba a pocos metros de la entrada cuando Mandarino salió del edificio rápidamente dispuesto a montar en su carruaje parado al pie de las escalinatas, sin percatarse de su presencia. Era el último sitio donde esperaba encontrarle. Habría interpretado mejor papel en casa de su adorada Andreina acompañándola y mitigando su dolor. Pietro vio perdida la oportunidad de hablar con él porque la calle es indiscreta por principio, no obstante, un hecho inesperado le hizo reconsiderar si abordarle o no. El cantante fue interceptado por la mano extendida del miembro de una orden mendicante. Para quitárselo de encima le dio unas monedas sin apenas mirarle a la cara. El pedigüeño le expresó su agradecimiento con palabras mal moduladas, tono estridente y oscuros matices vocales. Fueron unos segundos tras los cuales Pietro decidió no delatar su presencia y dejó marchar al primo uomo. Durante la ascensión hacia la puerta se fue preguntando qué asunto habría ido a tratar allí el excelso Mandarino.  
Julio Zucchini le recibió de inmediato en su gabinete.
Señor Biscotto —dijo con educación levantándose de la silla—, es un placer verle. ¿Cuándo podremos disfrutar de su talento de nuevo? ¡Mons Vesuvius fue realmente delicioso!
No todo el mérito es mío —contestó intentando mostrar un tono intermedio entre la humildad y la falsa modestia—, no le quite importancia a la música. Me gustó la orquestación de Piccolo Merluzzo, y a él también mis poemas.
Sabe que en la corte se les aprecia.
De lo cual estoy muy agradecido por la parte que me corresponde.
Dígame, si hace el favor —dijo Julio poniendo final al tiempo de los halagos—, ¿qué le trae por aquí?
Si, precisamente le quería hablar de un asunto relacionado con la próxima celebración del cumpleaños de la reina, pero es un tanto delicado y solicito de antemano su discreción. 
Hable sin temor.
Nicola Sardine ha sido asesinado.
Ya conocía la noticia. Tengo mis propios informadores.
Supongo que sabe entonces dónde y en qué condiciones se ha encontrado el cuerpo.
Cierto.
¿Significa eso un cambio de programa? Le comunico que la obra no está terminada.
En palacio se eligió a maese Sardine porque Merluzzo estaba en Viena. María Amalia se alegrará porque ahora se lo tendrán que encargar inevitablemente a él, lo cual significa que compondrá arias de ornamento o una serenata de tono elegante para lucimiento de Mandarino, por el que su majestad siente verdadera admiración. El rey no es muy aficionado a la música, pero quiere sorprender a su esposa. Como ve, problema resuelto.
Entiendo.
Me adelanto a la pregunta que no se atreve a formular: ¿qué pasa con Nicola? Me temo que es mejor recordar sus magníficas obras y su extraordinaria labor en el conservatorio. Dejaremos pasar un tiempo para que ambos aspectos prevalezcan sobre el luctuoso acontecer de su muerte.  
Será enterrado en la iglesia del Orfanato de Santa María de Loreto, si no se dispone lo contrario.
Nos parece correcto. Le expreso mi pesar, habida cuenta de la amistad que les unía. ¿Se le ofrece algo más?
No. Gracias, señor Zucchini.
Pietro se marchó con varias respuestas y otras dudas mucho más preocupantes sonando dispersas en su cabeza como notas musicales sin terminar de armonizarse. En la calle de nuevo, el cielo era plomizo y la luz filtrada a intervalos entre las nubes iluminaba de forma confusa los soportales de la plaza. Parecía el preludio del ocaso en lugar de media mañana. Se unió al nutrido grupo de personas que se refugiaban en los porches. El fraile continuaba pidiendo con monótona cantinela para los huérfanos y otros menesterosos. Caminaba saltando charcos y sacudiendo los faldones de su hábito empapado con la energía de una muchacha bailando una tarantela, lo que no dejaba de tener cierta gracia, aunque su rostro no tenía nada de humorístico, todo lo contrario. Era de rasgos en extremo femeninos, imberbe y con mandíbula proporcionada que convergían en un delicado mentón. Lo más llamativo de su cara eran unos azules ojos donde se reflejaban gélidos abismos de un mar borrascoso, faros siguiéndole incluso cuando las columnas se interponían opacas en el haz de su mirada. Esta insistencia provocó en Pietro una aversión hacia el joven a la que no supo dar explicación. Sin saber por qué, se lo imaginó con una peluca empolvada ocultando sus cabellos trigo tostado tonsurados, y así fue como le recordó a Mandarino. Como él, éste sin duda también era un castrado. La diferencia estaba en que la suerte no había tocado a los dos por igual. Mientras Giovanni Mandorla se sometió a la cruel operación pasada la pubertad, (decía que para salvar su vida después caer desde lo alto de una higuera), el desgraciado franciscano habría sido intervenido de niño, como muchos otros, pero cuando se desarrolló no consiguió los mismos resultados en sus cuerdas vocales. Al menos la vía religiosa le auguraba una existencia menos lastimosa que el arroyo y moralmente más aceptable. ¡Tantos infantes morían a manos de medicuchos y barberos! Ser un superviviente no bastaba para sacar a la familia de la pobreza y ocupar un papel protagonista en la tragicomedia elegida.
Pietro abandonó esas sensaciones porque la imagen del cadáver de Nicola le asaltó, apremiante, para recordarle que buscase un cochero y saliese de la ciudad, más allá de la muralla, con objeto de comprobar si su cuerpo había llegado a la morada final.
La Congregación de Santa María de Loreto comprendía varios edificios en el llano: el monasterio con su iglesia, los jardines, el orfanato y el hospital. Un poco más retirados, donde la ladera de la colina ascendía entre pinos, estaban la granja y el taller de alfarería dependientes de la orden. Pietro se apeó en el patio del centro sanitario.  Sabía perfectamente dónde estaban las salas de curas y las de reposo, pero giró por un pasillo en forma de túnel para entrar en el mortuorio.
Mandé hacer su pierna al mejor carpintero de la ciudad —dijo Peppino secándose las manos en una tela parda colgada de un gancho cuando vio por el rabillo del ojo al recién llegado—, ¿no lo sabías?
No. Siempre contaba que se la ganó a las cartas a un mercader turco, y juraba que era de madera de sándalo de un palacio árabe. A mí nunca me contó una versión distinta. Nadie le creía, pero le reíamos la ocurrencia.
¡Cuánta imaginación derrocháis los artistas! —remató, esta vez volviéndose hacía él—, ¿cómo estás Pietro?
Triste y desconcertado. Han pasado solo unas horas. No me lo explico.
Me he quedado helado cuando he visto que era él, pero es mi trabajo.
Ya ves, el mío escribir en verso hazañas de héroes, caballeros y personajes lejanos en el lugar y el tiempo, muertos también, al fin y al cabo.
Para alabanza y gloria de su nombre —recalcó el médico.
Es lo que espera el que paga. Si se parecen a quien me entrega unos escudos a cambio de sus delirios de grandeza, mucho mejor. Nicola cayó en desgracia por no tocar las teclas que debía en cierto momento.  
La adulación y la falsedad mueven este mundo y él era demasiado íntegro como para halagar a quien despreciaba.
Pero como músico era admirable, y como maestro todavía más, por eso era tan estricto con sus pupilos. ¡Cuántos de los que ahora están de moda le deben todo lo que son y solo murmuran vilipendios a sus espaldas! ¡Asquerosos desagradecidos! 
¿Crees que alguno ha podido llegar tan lejos? ¿Tanto como para matarle?
¿Tú qué crees? ¿Me puedes dar alguna idea después de ver su cuerpo?
Verás, Nicola no murió estrangulado con el cordón que llevaba al cuello, no tiene marcas de ello, ni tampoco ahogado en el mar. La herida del costado es profunda pero no parece de un acero. Da la impresión de haber sido causada por el golpe contundente con un objeto romo. También presenta multitud de moratones en el pecho, la espalda y el abdomen. Y hay dos cosas que me han llamado la atención: tenía un líquido negruzco y espeso en ambos oídos, como cera licuada o más bien consistencia de miel para ser más exacto y le arrancaron las uñas de los dos meñiques.
Se ensañaron con él. No descarto una venganza, pero ¿de quién?
Pregúntate quién gana con su muerte o quién se alegrará de ella.
Eso intento hacer. Me llena todavía de más dudas para llegar al porqué. Te agradezco la sinceridad, y aunque ahora no me lo parezca, creo que esta conversación me será de gran ayuda.
Es lo mínimo que puedo hacer.
Desearía que te encargases de algo más. Le hubiese gustado reposar en cristiano y no hay dinero para una capilla. Andreina se ha comprometido a pagar algo discreto.
¡Andreina! ¡Menuda gripia! Destrozó el corazón de Nicola, y él siempre volvía a sus brazos con el menor gesto zalamero de ella, hasta que la evitó definitivamente, ¡y se las sigue dando de alma dulce y compasiva!
Era su intermedio, como lo que le gusta al pueblo para huir de la rigidez y los ornamentos sobre frases reiterativas. ¡Quién no quiere un diálogo de verdad para variar!
Pero la ópera no es para el pueblo —matizó el médico con una sonrisa que contagió al otro—, nunca lo será. Hay que saber hasta donde uno puede aspirar y no vivir de ilusiones. Te sugiero no descartar la entrepierna de La Croccheta para empezar a escribir el libreto. A lo mejor desde allí puedes atar algunos hilos. 
Lo tendré en cuenta. Me marcho. Adiós, Peppino.
Ve con Dios. Ten cuidado.
Hasta la vista.
Pietro Biscotto regresó para almorzar en su casa y descansar del ajetreo. Estaba claro quiénes ganaban con la muerte de Nicola, pues había más de uno. Andreina le sacaba definitivamente de su vida; de este modo ya no la pondría en evidencia ni se debería encargar como madre amantísima de su cuidado en la sombra, cubriendo sus deudas de juego y lamiendo sus heridas de vez en cuando. Tal vez era mejor actriz de lo que pensaba porque ya hasta dudaba de la sinceridad de su pena, a pesar de eso, no era un motivo suficiente para maquinar su asesinado. Lo que sí encajaba mejor sin salir de los intrincados pasillos de aquella casa era la figura de Mandarino. Sentía hacia él unos celos justificados, sentimental y artísticamente hablando. Si le quitaba de en medio, continuaría medrando a su libre albedrío con el compositor que más le agradaba, no con el hombre irascible para con su persona, justificado también, al que no podía evitar ver como el profesor de su adolescencia, sometiéndole a interminables ensayos hasta caer exhausto. El muchacho rebelde se había convertido en un arrogante intérprete y un amante burlado. Un móvil pasional al estilo neoclásico por sus matices diferenciadores. En segundo lugar, Pietro sopesó la oscuridad que salpicaba el ambiente artístico del siglo de las luces. Rivales tenía, pero ya en los últimos años Nicola no suponía una competencia preocupante como para hacer sombra a los Merluzzo de turno de la escuela italiana, ni para los de la alemana, francesa o inglesa. Su momento de esplendor había pasado. Ahora era el referente venerable pero no deslumbrante. No tenía nada nuevo que aportar. Los motivos económicos no los descartó a priori. Se le ocurrió el hipotético caso de que le arrebatasen la vida en lugar de la bolsa por alguna cantidad prestada sin devolver, hasta que llevo al límite de la paciencia al acreedor. Podía ser.
El lugar sórdido de su muerte, (bueno, de su muerte no, porque Peppino mencionó que no había fallecido por ahogamiento), denotaba que conocían sus andanzas. Cuando el galeno le negó las medicinas para los dolores de sus piernas, él supo dónde conseguir algún sustitutivo más potente. El asesino podía ser alguien al que Pietro no conocía.
Y volvió al motivo. ¿Y si no lo había? Debía haberlo. Entonces se le ocurrió también que Nicola Sardine pudo ser víctima de una desafortunada casualidad, encontrándose en el lugar y el tiempo inoportuno para la venganza a manos de un justiciero indiscriminado, ejecutor de un castigo aleccionador y ejemplarizante. Debería ir al barrio de la bahía.
Bien avanzada la tarde, se cubrió con una capa gruesa y puso rumbo a los muelles. Los faroles de las tabernas alumbraban mortecinos el mínimo círculo de empedrado frente a las puertas que con ese reclamo ponían una isla de calor en los lóbregos callejones de almacenes cerrados. Media docena de chavales desarrapados simulaban pelearse junto a unos cajones por el hecho de si entraban o no donde un tal «padre Francesco». Dos decidieron ir y los restantes se dispersaron. Siguió con curiosidad a la pareja hasta un modesto edificio con el símbolo de la cruz en las contraventanas. Dentro se escuchaba cantar. No eran el coro de la catedral, pero lo hacían de un modo más que aceptable. Entró y se sentó en un banco lateral bastante al fondo. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que quien dirigía a los muchachos era el franciscano mendicante de esa misma mañana. Cuando terminaron la pieza que estaban interpretando y éste se volvió, al ver a Pietro abandonó el atril y echó a correr intentando llegar a la calle por una puerta lateral. Esa reacción le incitó a seguirle y consiguió interponerse entre él y la salida. El religioso cambió su rostro tenso por uno que demostraba falsa serenidad.
Buenas noches, hermano.
Buenas noches —contestó él.
He sentido curiosidad al oír música desde fuera. ¿Preparan algún canto para la iglesia?
Ensayamos para la fiesta de San Genaro.
Entonan bien los muchachos, soy músico.
Sé quién es.
Algunos de ellos podrían recibir clases de canto.  
Casi todos tiene una formación musical. Son huérfanos echados del hospicio cuando se hacen mayores.
¿Y viven aquí?
No. Son hijos de la calle. Intento que continúen sus estudios y aprovecho las cualidades de algunos, pero es difícil hacer catequesis con el estómago vacío.
No comprendo por qué fueron expulsados.
En Nápoles hay muchos pobres, demasiados. Allí están bien alimentados, pero si no sirven, si fracasan cuando crecen y su voz no es la esperada, como la mía, no valen el pan que les alimenta.
Es cruel.
También lo son los maestros que han tenido y los barberos que les operaron.
¿Considera que ellos tienen la culpa? Cada caso será distinto…
Hace muy poco me dijeron algo parecido —contestó dirigiendo su mirada hacia una repisa donde estaba la estatua de un querubín.
Un ángel de mármol que lloraba sangre. Un bello ángel vengador.
Pietro no supo en ese momento de quién era la sentencia que había leído en algún sitio, pero mientras el franciscano y su cuadrilla de muchachos le agarraban por brazos y piernas, recordó exactamente cada una de las palabras, al tiempo que la vida le abandonaba y caía el telón. 

La música puede provocar diversos estados de ánimo transitorios, 
como satisfacción, euforia, alegría, gozo, pena y más,  
pero es incapaz de modificar un comportamiento humano, aunque sí inducirlo. 




Publicado en el nº 12 de la Revista El Callejón de las Once Esquinas. Diciembre de 2019