Un muchacho negro
caminaba vacilante por la avenida con ojos blancos como sal y nieve del
Kilimanjaro. Solo la luna le vio dejarlo frente al portal.
Chic la Africana se
ha levantado con la cabeza embotada por un sueño nocturno recurrente, banda
sonora de tambores incluida. El pez, inflado como un globo y carente de
frescura, está en el suelo cuando ella sale
a la calle. Cuidadosamente, asiéndolo con los dedos índice y pulgar de la mano
derecha, lo tira al contenedor. Tiene cita con el dentista y en la manicura. Sale
de ambos lugares luciendo unos dientes como cuchillos de alabastro y unas uñas
decoradas con bonitos dibujos plateados.
De vuelta a casa,
siente el ansia de comer aceitunas. Entra en el minimarket de los olvidos, el
de todo un poco que han abierto en la esquina hace menos de un mes. Allí, frente
a la estantería, desea saber cuántas olivas llevaba exactamente una lata, y la
abre. La cajera le increpa, pero el enfado es más porque casi se corta con los
filos que presenta el recipiente, que por la bárbara actitud de la clienta. Las
uñas de Chic refulgen como acero bruñido.
-No sabía si eran
con hueso o rellenas –dice como excusa increíblemente tonta. No llevo las gafas.
-¡Podía haber preguntado!
¿Se las echo en otro recipiente o se lo lleva así?
-Así mismo. –pide.
Póngame, por favor, un coco de esos también.